A veces vemos largas colas de personas en la fila de las confesiones esperando su turno para confesar todos los actos que han provocado una ruptura con la Gracia de Dios. Algunos llevan sus papelitos con una larga lista de pecados y a otros les basta hacer memoria. Sin descartar que muchos lo hacen por miedo a que la muerte los tome desprevenidos, les arrebate la vida y no entren al cielo.

Hay muchas cosas que una persona gana en lo interior al confesarse. Mencionaremos 3: humildad, reconciliación y Gracia de Dios.

Al ser humano, por naturaleza, le cuesta demasiado reconocer sus errores, siempre solemos excusarnos a través de un o varios ‘pero…’. Nos justificamos fácilmente y hasta podemos concientizarnos que nuestro acto negativo tiene la aprobación de Dios. Por eso, al reconocer nuestros pecados hacemos un acto de humildad de tomar consciencia de que hemos obrado mal, y ello nos lleva al arrepentimiento de corazón de no volver a hacerlo nuevamente.  Humildad también en confesar ante un sacerdote nuestras faltas y debilidades.

Ya en la propia confesión, puestos en manos de Dios con el corazón arrepentido, recibimos la Gracia y nuestros pecados son perdonados por el mismo Señor Jesús. No solo ha bastado arrepentirnos sino pedir perdón a Dios que es al primero que hemos ofendido con nuestros pecados. Esta Gracia recibida nos vuelve a la vida espiritual y nos permite recibir el sacramento de la Comunión, por ejemplo.

Si bien hemos pedido perdón a Dios y nos hemos reconciliado con Él, también debemos señalar que la reconciliación se ha dado con uno mismo, con Dios, con tu prójimo y con lo creado.

La confesión siempre es un momento de pedir perdón pero sobre todo de dar gracias a Dios porque siempre nos espera con los brazos abiertos como el ‘Padre misericordioso’ y nos dice: “anda y no vuelvas a pecar”.