Perú Católico, líder en noticias.– El Padre es rico en Misericordia. Sin duda alguna uno de los discursos más emotivos de Jesús, es la Parábola del Hijo Pródigo en la que nos revela con finísimos detalles, la misericordia divina. Es San Lucas el que nos comunica dicha parábola en su capítulo 15,de los versículos 11 al 32.

Podemos o debemos identificarnos no solamente con el hijo que abandona la casa paterna para despilfarrar su herencia, sino también con el hijo mayor, que tampoco comprende a su padre ni quiere a su hermano.

¿Quién de nosotros no ha abandonado, al pecar, la casa del Padre Eterno que es su Gracia Santificante? El pecador, o sea todo hombre, despilfarra en sus pasiones el Don de la Vida Divina que se le ha comunicado en el Bautismo, reniega de su dignidad de hijo de Dios, hace inútil para sí la Sangre de su Hermano Jesucristo vertida en el Calvario y expulsa de su alma al Espíritu Santo, perdiendo con todo esto la posibilidad de llegar un día a la casa del Padre por toda la eternidad. ¡Vaya despilfarro!

NUESTRA ORACIÓN AL PADRE.

Cuando asistimos a Misa, se nos invita a rezar el Padre Nuestro con una audacia filial: “nos atrevemos a decir…” En efecto, como escribe San Pedro Crisólogo en su sermón 71: “La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo no nos empujasen a proferir este grito: ¡Abbá, Padre!. ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado del poder de lo Alto?”

Cuando los Apóstoles vieron a Jesús orar con su Padre le pidieron: “Enséñanos a orar” (Lc. 11, 1) y fue cuando Jesucristo nos entregó el Padre Nuestro, llamada la “Oración Dominical”, ya que Jesús es el Señor, (Dominus en latín), como la perfecta oración a su Padre y nuestro Padre.

En nuestro Bautismo recibimos al Espíritu Santo que es Espíritu de adopción filial: “Ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama Abbá, Padre” (Gál.4,6) y eso nos da el derecho inaudito de llamar al Dios Creador del Universo entero, “Padre, papá, papito”. La oración del Padre Nuestro es pues, dentro de su sencillez, la Oración Perfecta.

Padre Nuestro:

Jesús no quiso que hiciéramos una oración individualista y privada, de modo que cada quien rogara sólo por sí mismo. No decimos: “Padre mío que estás en el cielo” ni “Dame hoy mi pan de cada día”, sino que oramos unidos en la hermandad a nuestro Padre común.

Que estás en el cielo:

Esta expresión bíblica, no significa un lugar en el espacio, sino una manera de ser; no el alejamiento de Dios sino su Majestad infinita. Dios no está lejos, no está fuera, sino más allá de todo lo que el hombre puede concebir y como es Padre de Misericordia está totalmente en el corazón humilde y contrito. San Agustín nos dice: “estas palabras hay que entenderlas en relación al corazón de los justos, en el que Dios habita como en su templo“. El cielo, la Casa del Padre, constituye la verdadera Patria hacia donde tendemos y a la que ya pertenecemos.

Santificado sea tu nombre:

Evidentemente no en el sentido de que Dios pueda ser santificado por nuestras oraciones, sino en el sentido de que pedirnos a Dios que su Nombre sea santificado en nosotros. ¿Quién podría santificar a Dios si es Él quien santifica todas las cosas? Estamos en realidad pidiendo que perseveremos en la santificación inicial que recibimos en nuestro Bautismo.

Venga a nosotros tu Reino:

Pedimos que se haga presente en nosotros el reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su nombre sea santificado en nosotros; necesitamos que Dios reine en nuestras vidas, que sea El quien gobierne en todos nuestros pensamientos, palabras y acciones.

También la Iglesia ora principalmente por la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (Tit.2,13). Esta petición equivale al “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa que dicen: “Ven, Señor Jesús”.

Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo:

No en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere. ¿Quién puede en efecto, impedir que Dios haga lo que quiere? Pero a nosotros sí que el diablo puede impedirnos nuestra total sumisión a Dios en sentimientos y acciones. Pedimos pues, que se haga en nosotros la voluntad de Dios, para lo cual necesitamos de la ayuda divina.

Por la oración podremos “discernir cuál es la voluntad de Dios” (Rrn.12,2) y obtener “constancia para cumplirla” (Hb. 10,36). Jesús nos enseña que no entraremos en el Reino de los cielos con puras palabras, sino “haciéndola voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt.7,21).

Danos hoy nuestro pan de cada día:

Podemos entender esta petición en el sentido espiritual o material, ya que ambas maneras aprovechan a nuestra salvación. Lo cierto es que Jesucristo es el Pan de Vida Eterna. Pedimos que se nos dé este Pan a fin de que los que vivimos en Cristo y recibimos cada día la Sagrada Comunión como alimento saludable, no nos veamos privados, por alguna falta grave, del Pan Celestial y quedemos separados del Cuerpo de Cristo.

Jesús prometió solemnemente que a los que coman de este Pan que es su Cuerpo y beban de este Cáliz que es su Sangre, los resucitará el último día, pero también advierte gravemente que los que no lo hagan “no tendrán la vida eterna” (Jn.6,48-58). Por eso San Cipriano escribe: “Es de temer, y hay que rogar que no suceda así, que aquellos que se privan de la unión con el cuerpo de Cristo queden también privados de la salvación, pues el mismo Salvador nos conmina con estas palabras: “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su Sangre, no tendréis vida eterna”.

En otras palabras, la Comunión frecuente, si no cotidiana, no es opcional como muchos lo consideran, es cuestión de vida o muerte eterna. Muchas personas comulgan o van a Misa “cuando les nace” y eso es un intento de poner nosotros las reglas del juego, siendo que el Señor es quien tiene el poder absoluto. Un católico normal, debería comulgar todos los Domingos, ya que la asistencia a Misa es de rigor y estar ahí sin comulgar denota un problema espiritual.

Perdona nuestras ofensas:

Sabiendo que somos hijos amados por el Padre, deseando que su Nombre sea santificado y que su Reino venga a nosotros, reconocemos nuestra tremenda debilidad: somos pecadores, ofendemos a Dios de mil maneras y necesitamos urgentemente su perdón generoso. Pero Nuestro Señor, lleno de piedad por los pecadores, condiciona su perdón al perdón que nosotros otorguemos a los que nos hayan ofendido. “Quede bien claro que si ustedes perdonan las ofensas de los hombres, también el Padre Celestial los Perdonará. En cambio, si no perdonan las ofensas de los hombres, tampoco el Padre los perdonará a ustedes” (Mt.6,14-15).

El perdón es asunto de la voluntad, no del sentimiento. No importando lo que sintamos, podemos y debemos actuar con el ofensor como Dios actúa con nosotros. Debemos procurar el bien de aquellos, a pesar de que el sentimiento nos quiera impulsar a la venganza.

No nos dejes caer en la tentación:

Nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos al Padre que no nos deje caer, entrar, sucumbir a la tentación. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate “entre la carne y el espíritu” según nos dice San Pablo. No entrar en tentación implica una decisión del corazón, de la fuerza de voluntad. Iluminada nuestra inteligencia por la simple ley natural y por Espíritu Santo, sabemos de cierto en dónde está el peligro para nuestras almas, pero nos gusta jugar con las malas inclinaciones y en muchas ocasiones somos nosotros los que conscientemente entramos en la tentación sin querer reaccionar. “El que ama el peligro en él perece” dice el refrán. Y eso es exactamente lo que hacemos.

En el Padre Nuestro estamos pidiendo a Dios, la capacidad para evitar las ocasiones de pecar, para no entrar por nuestro propio pie en las arenas movedizas que nos llevan a la pérdida de la Gracia de Dios.

Y líbranos del mal:

La última petición a nuestro Padre está también contenida en la oración de Jesús: “No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno” (Jn.l7,15). En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa a una persona, Satanás, el Maligno por excelencia, el padre de la mentira, homicida desde el principio, el tentador, que se opone a los designios de Dios sobre nosotros.

Error horrendo es no solamente dejarnos seducir mansamente por el Maligno, sino todavía peor, invitarlo a nuestras vidas con la ouija, supersticiones o cultos satánicos. ¡Con el diablo no se juega!

Al pedir ser liberados del Maligno, oramos también para ser liberados de todos los males, pasados, presentes y futuros de los que él es el autor o instigador.

CONCLUSIÓN:

Toda nuestra vida está, por así decirlo, rodeada de la Trinidad Santísima: desde que en el Bautismo fuimos santificados “En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, fuimos hijos del Padre Eterno, hermanos de Jesucristo y templos del Espíritu Santo. Dios se mete en nuestras vidas, o mejor dicho nos mete en la suya totalmente. Es nuestra más grande dignidad, por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, en el Espíritu Santo, ser hijos de Dios.

Nuestra existencia entera, aquí en la tierra y después en la Gloria, debe ser una alabanza continua al Padre, por el Hijo en el Espíritu. Para eso fuimos creados y para eso fuimos redimidos. Así nos ama el Padre y así quiere que le amemos. El nos eligió y predestinó desde toda la eternidad, como nos dice San Pablo en la carta a los Efesios, para ser santos e inmaculados por el amor en su presencia. No escatimó ni a su propio Hijo para lograr hacernos hijos suyos. Es el colmo de la locura de amor de Dios para el hombre. Y el colmo de la ingratitud del hombre es no comprender tanto amor y rechazar a Dios por una vida de pecado.

San Juan nos dice alborozado: “¡Vean qué amor singular nos ha dado el Padre: que no solamente nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos!” (1 Jn.3,1).