Llegó el fin de año y con él un nuevo año. Suele ser un momento de balance, de sacar cuentas sobre cómo hemos vivido el año que termina y de proyecciones sobre lo que esperamos del incipiente. La periódica cadencia de las fechas nos lleva a reflexionar sobre la vida y el tiempo, sobre las preguntas fundamentales, sobre el sentido y valor de nuestra vida, sobre el contenido de nuestra esperanza.

Hace unos años, no recuerdo a quién se le ocurrió la infeliz idea de ver el resumen de noticias que el clásico noticiero ofrece, en realidad para cerrar el año con un “tétrico broche negro”. Realmente no pudo haber sido peor la elección, aquello era como para sumir en profunda depresión al más optimista: en ese año había habido un tsunami en Indonesia, había fallecido Juan Pablo II y no recuerdo cuantas desgracias más. Con ese ánimo fuimos a degustar el pavo, para más tarde, como colofón de la velada, ver una “película culta”, “Las tortugas también vuelan” que describía con cruel realismo el drama de los niños que desactivan minas anti-hombre en oriente medio. Felizmente nadie tenía una gillette a la mano, pues el ánimo al concluir la función invitaba al suicidio colectivo… Mala cosa concluir el año con recuerdos sombríos.

Es verdad que la vida es dura, es cierto que el mundo no es como debería ser, que la justicia es dramáticamente imperfecta, las pocas veces que es, pues con frecuencia brilla por su ausencia. No se trata de cerrar los ojos a la realidad, pero es más sano psíquicamente y más realista filosóficamente no limitarse a percibir la oscuridad del cuadro; por el contrario, son los puntos de luz aquellos que permiten comprender el sentido de la composición. Metafísicamente hablando el mal es una privación; abunda el mal en el mundo, es radicalmente imperfecto, pero precisamente esa imperfección y esa ausencia evocan  la realidad positiva,  la plenitud, el bien. No se trata de una vaga añoranza: el caos se entiende solo desde el orden, la carencia desde la posesión, la falta desde la perfección.

Por ello es bueno hacer examen al concluir un año, pero no para lamentarse, sino fundamentalmente para dar gracias. Hay que hacer el esfuerzo de fijar la atención en los puntos luminosos que ofrece el cuadro, los cuales, convenientemente resaltados, hacen que las sombras no sean tan oscuras como parecen, y que finalmente colaboren para alcanzar el sentido de toda la obra, en este caso nuestra vida en particular o el mundo en general. La actitud correcta a la hora de hacer balance es la gratitud, aunque sea porque podemos hacer ese recuento, porque estamos vivos, porque por lo menos hemos crecido en experiencia, y si hemos aprovechado las cosas que nos han salido mal, también en conocimiento propio.

Es cierto que a la hora del balance, independientemente de los éxitos o fracasos personales, de los derroteros que haya tomado la política, la economía o la historia universal, a veces nos encontramos con que algunas personas a quienes hemos amado ya no están. Todo tiene solución en esta vida menos la muerte, y esta aparece como horizonte insoslayable, el cual, cuando se acerca a nuestra vida, por ejemplo con la pérdida de los seres queridos, la cimbra hasta sus cimientos. Pero como dice el refrán: “donde está el peligro, allí está la salvación”. También en esos casos, una vez superado el dolor y el desconcierto inicial, podemos intuir un punto de luz al final del túnel: gracias a Dios por habernos dado a esa persona, gracias a esa persona por todo lo que nos ha dejado, por lo que de ella hemos aprendido, gracias al trágico evento de la muerte porque me recuerda que no soy eterno y que la vida tiene un sentido, y es un bien escaso que no debo dilapidar inconscientemente.

En definitiva, la actitud correcta al finalizar un año es de gratitud a Dios por concedernos haberlo terminado y por los dones, algunos misteriosos envueltos en dolor, que abundantemente nos ha dispensado. Gratitud también con todas las personas con las que nos hayamos cruzado, de ellas algo hemos aprendido, algo les hemos dejado; e incluso a las que nos han fastidiado, pues nos ofrecen la oportunidad de conocer nuestros propios límites reconociendo lisa y llanamente que no somos perfectos.

P. Mario Arroyo

Doctor en Filosofía