Homilía del Domingo 20 del Tiempo Ordinario: “Correr con los ojos en Cristo”

  • Jeremías es imagen de Jesús, entre otras cosas por la verdad que defendió siempre, aunque muchas veces estuvo a punto de perder la vida por ello.

Lo perseguían porque proclamaba la verdadera Palabra de Dios, frente a los falsos profetas. Estos halagaban los oídos interesados de los príncipes de Israel y odiaban a Jeremías.

Una de estas oportunidades es la que cuenta la lectura de hoy. Para entender leemos el versículo anterior en el que profetiza el futuro de Jerusalén:

“Esto dice el Señor: quien se quede en esta ciudad morirá de espada, de hambre o de peste. En cambio, el que se pase a los caldeos seguirá con vida; ése será su botín. Esto dice el Señor: esta ciudad será entregada sin remedio en poder del rey de Babilonia que la conquistará”.

Después de escuchar a Jeremías los príncipes lo meten en una cisterna que no tenía agua pero sí tanto barro que comenzó a hundirse el profeta con peligro grave de su vida.

Es entonces cuando un extranjero, Ebedmelek,  le salva la vida avisando al rey que apreciaba al profeta pero temía a los príncipes.

El rey mandó sacar a Jeremías del barro.

El Señor salvará del destierro a Ebedmelek y  por supuesto a Jeremías.

Admiremos a los santos de hoy que nos vienen de oriente, sacrificándolo todo, como Jeremías, para ser fieles a Dios.

  • El salmo (39) es una oración desesperada del salmista y algunas de cuyas palabras podemos aplicar a Jeremías, desde el barro del aljibe:

“Yo esperaba con ansia al Señor. Él se inclinó y escuchó mi grito. Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa”.

Con el salmista oraremos también nosotros:

“Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor se cuida de mí; tú eres mi auxilio y mi liberación: Dios mío no tardes”.

  • En la carta a los Hebreos, el domingo anterior escuchamos una gran lista de hombres de fe que precedieron la llegada del Mesías.

Siguiéndolos a ellos abandonemos todo lo que nos estorbe para poder correr y ganar la carrera que nos toca.

Cuando uno corre debe tener los ojos fijos en la meta. Nuestra meta es Jesús que fue el más valiente de todos y “renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia…”. Corramos con los ojos fijos en Cristo.

Peleemos hasta llegar a Él.

Meditemos también estas palabras con las que nos anima San Pablo:

“Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado”.

  • No podemos imaginar el corazón misionero de Cristo. Él fue enviado desde el seno de la Trinidad para que quemara el mundo con el fuego del Espíritu Santo.

Hoy nos abre su corazón con un desahogo inesperado: “he venido a prender fuego en el mundo y ojalá estuviera ardiendo”.

Por una parte sentía el dolor de sufrimiento que tenía que padecer y por otra, la espera se le hacía muy larga. A esto lo llama Él un bautismo de sangre. Con este martirio nos salvará a todos.

Ahora que ya cumplió muriendo y resucitando, ¿quieres ayudarlo para que se propague el fuego?

Ese fuego es la santidad de Dios que nos quiere salvar a todos.

Si Jesús nos da su vida, ¿qué podemos hacer para corresponderle?

En el Evangelio de hoy, Jesús añade que no ha venido a traer la paz sino la guerra.

No es contradictorio porque mientras Él trae la paz interna y eterna, habrá muchos que se le opongan. Nosotros lo vemos cada día: cuánta guerra contra Dios, contra sus mandamientos y cuánta persecución a los suyos.

Comenzando por la familia, el mundo está hecho un campo de batalla. Jesús lo describe, como hemos leído: “En adelante una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.

Todos contra todos.

Enviemos juntos hoy un mensaje a las madres de tantas personas equivocadas que están destruyendo el mundo y destruyéndose a sí mismas:

Madres buenas, recen mucho por esos hijos suyos tan equivocados para que regresen a la luz y a la paz de Dios y puedan descubrir nuevamente la paz de la familia, de su casita, donde un tiempo fueron tan felices.

La oración de una madre siempre es poderosa ante Dios.

 

José Ignacio Alemany Grau, obispo