PIURA: Arzobispo celebra ‘Misa Crismal’ concelebrada por el clero arquidiocesano

Perú Católico, líder en noticias.- La mañana de hoy, Martes Santo en la Pasión del Señor, una multitud de fieles se reunieron en la Basílica Catedral de Piura para participar de la celebración de la Santa Misa Crismal que fue presidida por el Arzobispo Metropolitano Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V, la misma que fue concelebrada con los sacerdotes provenientes de toda la Arquidiócesis, quienes participaron de la fiesta de la bendición de los Óleos de los catecúmenos y de los enfermos, y de la consagración del Santo Crisma, aceites usados en los sacramentos del bautismo, confirmación, orden sagrado y unción de los enfermos, a través de los cuales se edifica la iglesia.

Durante la Santa Misa se llevó a cabo la renovación de las promesas sacerdotales de todos los presbíteros presentes, ellos renovaron ante el Arzobispo su consagración y dedicación a Cristo y a la Iglesia, prometiendo solemnemente unirse más de cerca a Jesús, ser sus fieles ministros, enseñar y ofrecer el santo sacrificio en su nombre y conducir a otros a Él. La Santa Misa Crismal es una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del Obispo y un signo de la unión de los sacerdotes con él.

Como es tradicional, al finalizar la Santa Misa y con ocasión de celebrarse también este día la institución del sacerdocio, los presbíteros de nuestra Arquidiócesis tuvieron un encuentro de camaradería con nuestro Arzobispo donde le hicieron llegar una vez más sus muestras de cariño, solidaridad y cercanía, como Padre y Pastor. Fuente: Arzobispado de Piura.

A continuación publicamos la homilía completa:

HOMILÍA: SANTA MISA CRISMAL – “Vivir para Cristo y los demás”

La Misa Crismal que celebra el obispo con sus sacerdotes, en la cual se consagra el Santo Crisma y se bendicen los óleos de los enfermos y de los catecúmenos, es una manifestación de la plenitud sacerdotal y un signo de la especial comunión de los presbíteros con su obispo. En la Misa Crismal se hace visible la bella realidad de la Iglesia como misterio de comunión y de unidad, misterio que estamos llamados a fortalecer y a nunca debilitar con nuestras desobediencias, envidias, antipatías, y murmuraciones que engendran divisiones.

Al respecto el Papa Francisco nos alerta y dice: “La división es uno de los pecados más graves, porque la hace (a la Iglesia) signo no de la obra de Dios, sino de la obra del diablo, el cual es por definición, aquel que separa, que arruina las relaciones, que insinúa prejuicios… La división… es un pecado gravísimo, porque es obra del diablo. Dios, en cambio, quiere que crezcamos en la capacidad de acogernos, de perdonarnos y de bien querernos, para parecernos cada vez más a Él, que es comunión y amor. En esto está la santidad de la Iglesia: en el reconocerse imagen de Dios, colmada de Su misericordia y de Su gracia”.[1] 

Esta mañana pedimos al Señor que nos conceda crecer siempre en la unidad y la comunión: la del obispo con sus presbíteros y la de los presbíteros con su obispo, así como de los presbíteros entre sí y todos nosotros con nuestros fieles cristianos. Que nuestra Iglesia arquidiocesana sea siempre “casa y escuela de la comunión”, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo.[2]

Hoy es un día muy especial para nosotros los sacerdotes, porque renovaremos nuestras promesas sacerdotales, aquellas que hicimos ante el Señor y el Pueblo Santo de Dios el día de nuestra ordenación. Por ello en esta Eucaristía nuestra mente y corazón vuelven hacia aquel momento de nuestra vida en que nuestro obispo nos ordenó sacerdotes por medio de la imposición de manos y la oración consecratoria, y de esa manera nos incorporó al único y eterno sacerdocio de Cristo para siempre.

Renovar nuestras promesas sacerdotales es hacerlas vida de nuevo, y esto nos exige, queridos hijos sacerdotes, tener un corazón dispuesto a decir hoy: Sí quiero estar más fuertemente unido a Cristo y a la Iglesia. Sí quiero configurarme con Jesús, sumo y eterno sacerdote. Sí quiero seguir sirviendo a la Iglesia como Ella quiere ser servida. Sí quiero seguir entregando mi vida por el Señor y por la salvación de los hermanos con fidelidad y amor. Sí estoy dispuesto, no sólo a actuar por la Iglesia, sino a sufrir por la Iglesia y si es necesario a sufrir de Iglesia, que es la más grande de todas las pasiones.

Queridos hijos y hermanos sacerdotes: la renovación anual de nuestras promesas sacerdotales nos recuerda que la única renovación posible para nuestra vida sacerdotal es la configuración con Cristo sacerdote-servidor y que desde el día de nuestra ordenación ya no me pertenezco a mí mismo, y que mi vida debo ponerla a la total disposición del Señor y de los hermanos. 

Por tanto, hoy tenemos que preguntarnos: ¿Qué más puedo darle yo al Señor en el aquí y ahora de mi vida sacerdotal? ¿Cómo vivir cada vez más mi sacerdocio como servicio de amor a la Iglesia y a los hermanos? El sacerdote no vive ya para sí mismo sino para Dios y para los hermanos, por eso el Santo Cura de Ars afirmaba: “El sacerdote no es sacerdote para él mismo, lo es para otros”. 

Con humildad y sencillez les propongo esta mañana tres maneras o medios para vivir no para nosotros mismos sino para Dios y los hermanos. Estos tres medios nos los propone el mismo texto de la renovación de las promesas sacerdotales con unas palabras claves:

  • ser fieles administradores o dispensadores de los misterios de Dios;
  • desempeñar lealmente el ministerio de la predicación o de la enseñanza;
  • y tener celo por la salvación de las almas.

Veamos brevemente cada uno de ellos. En primer lugar, ser buenos “administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1). Efectivamente en esto hemos sido constituidos desde el día de nuestra ordenación, y en ello debemos ser “buenos”“Buenos”, no sólo es respetar y cumplir con las normas litúrgicas de la Iglesia, porque el culto divino es un acto público y por tanto no debe celebrarse en forma arbitraria. “Buenos”significa también celebrar los sacramentos con piedad, generosidad, cordialidad, alegría, servicialidad, ternura, desprendimiento económico y misericordia. ¡Que así lo perciban nuestros fieles!

Queridos sacerdotes, pensemos que aquello que se nos ha confiado administrar es nada menos que el tesoro de la salvación, porque por medio de los sacramentos los bienes de la redención que Cristo nos ha alcanzado con su misterio pascual llegan hasta nosotros y por nosotros a nuestros hermanos. Pensemos lo que significa que por medio de la celebración de los sacramentos, y sobre todo de la Eucaristía, la Iglesia se edifica como misterio de comunión. Pensemos lo que significa que, por medio de la celebración de los sacramentos somos impulsados a ir y comunicar a los demás una salvación que hemos podido ver, tocar, encontrar, acoger, y que es verdaderamente creíble porque es amor. Los Sacramentos nos impulsan a ser misioneros, a llevar el Evangelio a todos ambientes, incluso a los más hostiles. La evangelización constituye el fruto más auténtico de una asidua vida sacramental, en cuanto que es participación en la iniciativa salvífica de Dios, que quiere donar a todos la salvación.[3]

A la luz de esto podemos comprender la grandeza de ser administradores de los misterios de Dios, y por qué el apóstol añade a esta expresión: “Ahora bien, en un administrador, lo que se busca es que sea fiel” (1 Cor 4, 2).

El segundo medio para vivir no para nosotros mismos sino para Dios y los hermanos, es desempeñar lealmente el ministerio de la predicación o de la enseñanza. Todo anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra del Señor Jesús, quien a su vez dijo: “Mi doctrina no es mía” (Jn 7, 16). 

Queridos sacerdotes: a la hora de la predicación y de la catequesis no anunciamos teorías u opiniones personales, sino la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores y en la cual debemos estar firmemente anclados. No me pertenezco y a la vez llego a ser yo mismo por el hecho de que voy más allá de mí mismo, de mis ideas y de mis formas de pensar, y así, mediante la superación de mí mismo, consigo insertarme vitalmente en Cristo y en Su Iglesia.

Preguntémonos en este punto de nuestras reflexiones: ¿Cuánto tiempo dedico a mi formación permanente? ¿Leo y medito asiduamente las Sagradas Escrituras que son palabras de vida, alimento del espíritu, y fuente irremplazable para el anuncio del Reino? ¿Preparo mis homilías y catequesis, consciente que el Pueblo de Dios tiene derecho a escuchar la Palabra Divina explicada objetivamente en el surco de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia? ¿O aprovecho las homilías para hacer caudal de mis opiniones personales? Por último: ¿Estudio y consulto el Catecismo de la Iglesia de modo que ejerzo mi ministerio de la predicación en todo conforme a la doctrina católica?

Finalmente, el tercer medio para vivir no para nosotros mismos sino para Dios y los hermanos, es el celo por la salvación de las almas. Es una expresión hoy en día un tanto fuera de moda. Como sacerdotes, nos preocupamos naturalmente del hombre entero, también de sus necesidades corporales, de los hambrientos, los enfermos, los sin techo y sin trabajo. Pero no sólo nos preocupamos de su cuerpo, sino también de su salvación eterna y de sus necesidades espirituales como por ejemplo, de las personas que sufren por la violación de algún derecho o por un amor destruido; de las personas que viven en las tinieblas de la ignorancia y de la mentira y necesitan venir a la luz de la verdad que los haga libres; de los descartados y más vulnerables por la cultura del consumismo; de los que sufren privación de su libertad o han tenido que dejar su tierra, su cultura y su país; de los que no encuentran el sentido de sus vidas y del mundo y viven en la desesperación y la angustia.

El “celo” que nuestro sacerdocio nos pide es por el hombre entero en cuerpo, alma y espíritu, por su salvación eterna, y esto supone vivir radicalmente para los demás, no para nosotros mismos. Las personas han de percibir en nosotros este “celo”, es decir que vivimos como el Señor Jesús quien recorría “todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas y predicando el Evangelio del Reino, sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mt 9, 35-36).

Por eso a todos los que están aquí hoy presentes, les recuerdo también las palabras del Señor que siguen inmediatamente a las que acabo de citar, que nos urgen a promover las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, porque son muchos los que están necesitados del celo sacerdotal: “La mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rueguen, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies (Mt 9, 37-38). 

Queridos hijos sacerdotes: en este vivir no para nosotros mismo que nos exige nuestro ser de sacerdotes puede parecernos inalcanzable más aún cuando experimentamos nuestras fragilidades y limitaciones. Por ello no olvidemos nunca lo que nos dice con tanto amor nuestro Papa Francisco: “Jesús, no nos deja solos, no abandona a su Iglesia. Él camina con nosotros, Él nos comprende. Comprende nuestras debilidades, nuestros pecados, ¡nos perdona!, siempre que nosotros nos dejemos perdonar. Él está siempre con nosotros ayudándonos a ser menos pecadores, más santos, más unidos”.[4]

Que en todo momento Santa María, refugio de pecadores y Madre de Misericordia, nos guíe, sostenga y apoye en nuestra vida sacerdotal para que seamos siempre sacerdotes según el Sagrado Corazón de su Hijo.

San Miguel de Piura, 16 de abril de 2019
Martes Santo – Misa Crismal

[1] S.S. Francisco, Audiencia General de los Miércoles, 27-VIII-2014.

[2] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, nn. 43-45.

[3] Ver S.S. Francisco, Audiencia General, 6-XI-2013.

[4] S.S. Francisco, Audiencia General, 27-VIII-2014.