Es la víspera de la Pasión del Señor, la Última Cena. Jesucristo, conmovido por la emoción del momento, hace su oración en voz alta ante la mirada, entre perpleja y expectante, de los apóstoles. Hilvana, por decirlo de alguna forma, su testamento espiritual, deja correr sus sentimientos a un tiempo divinos y humanos. ¿Qué dice Jesús en esa ocasión única, especial, con cierto aire de solemnidad? “Que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, para que el mundo crea”. Pasan los años, la Iglesia comienza su andadura en Pentecostés, los apóstoles reciben las últimas instrucciones de Jesucristo en el arco de tiempo que va de la Resurrección a su Ascensión; san Pablo, uno de los más connotados difusores del cristianismo e intérpretes del mensaje de Jesús escribe: “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre”.

A la vuelta de dos milenios, ¿cuál es el espectáculo que ofrece el cristianismo?, ¿qué ha sido de esa petición explícita de Jesús, de esa aspiración y enseñanza paulinas? Realmente es para hacer un hondo examen de conciencia y reconocer, lisa y llanamente, que no hemos sido capaces de realizar el deseo de Jesús, expresado en ese momento tan especial e íntimo para Él. El espectáculo de todo un mosaico de confesiones cristianas, cada una de las cuales afirma ser la auténtica Iglesia de Cristo, muchas de ellas antagónicas entre sí, con frecuencia con actitudes de rivalidad e incluso agresividad entre ellas, no puede ser más opuesto a los deseos del que en principio las inspira a todas.

La Iglesia Católica es consciente de esa carencia, de esa falta, y por eso ha instituido el “Octavario por la Unidad de los Cristianos”, el cual consiste en vivir ocho días de especial oración pidiendo al Espíritu Santo el don de la unidad para su Iglesia, el milagro de que todos los que confiesan que Jesucristo es Dios se unan, “para que el mundo crea”. El octavario culmina el 25 de enero, fiesta de la “Conversión de san Pablo”. Muchas confesiones cristianas han acogido este llamado a rezar por la unidad, pues también reconocen que ese es el deseo de Jesús, al quien siguen y aman. De hecho, fueron ellas quienes primeramente se unieron, formando diversas confederaciones, para fomentar un diálogo y acercamiento fecundos. Lo que motivó el que tanto ellas como los católicos nos animáramos a abandonar el parapeto en el cual estábamos atrincherados y saliéramos al mutuo encuentro, fue la perplejidad surgida en los pueblos neófitos del África, a finales del siglo XIX y principios del XX, que efectivamente se escandalizaban al recibir sucesivamente diversas predicaciones cristianas, cada una de las cuales aseguraba ser la auténtica.

Ese esfuerzo por entablar un diálogo se conoce como “movimiento ecuménico”, el cual se distingue del “diálogo interreligioso”, en que este último se da entre fieles de diversas religiones (por ejemplo, judaísmo, islam y cristianismo), mientras que el primero es exclusivamente entre cristianos, y tiene como fin, en principio, alcanzar la tan anhelada unidad, o por lo menos alguna forma de la misma. El Papa Francisco ha hablado repetidas veces del “ecumenismo de la sangre”, indicando con ello que en algo ya estamos unidos los cristianos: en derramar la sangre por confesar a Cristo. En efecto, la impresionante escalada de mártires de los últimos años, es decir, de personas que han sido asesinadas por odio a la fe, afecta a cristianos de las más diversas denominaciones. El musulmán en turno que asesina no se pone indagar a que comunidad cristiana pertenecen sus víctimas, sencillamente les plantea la conversión al islam o la muerte, y muchos prefieren la muerte.

¿Cómo se entra a formar parte de la Iglesia? Por medio del bautismo; pero de hecho, la mayoría de las confesiones cristianas tienen un bautismo válido (con agua y usando la profesión de fe trinitaria), de forma que “son y no son parte de la Iglesia”; es decir, ese bautismo reclama y empuja a la unidad. Quizá pueda ofrecernos una valiosa pista la gran escritora conversa Gertrud con Le Fort. Ella escribió, tras su conversión, “que no entendía su entrada en la Iglesia Católica como un rechazo de la Iglesia Evangélica, sino como una unión entre dos confesiones amputadas la una de la otra, que siempre vería la reforma como un hecho suscitado en su tiempo por el Espíritu Santo, y que no entendía la Iglesia Católica  como adversario de la Iglesia Evangélica, sino como su hogar”.

Padre Mario Arroyo

Doctor en filosofía

p.marioa@gmail.com