X Domingo del tiempo ordinario: Fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo

Hay personas que van con mucha ilusión a visitar el Santísimo Sacramento, incluso pasan tiempos largos de adoración. Otros en cambio, ni saben el porqué de esas capillas construidas con tanto cariño para la adoración de la Hostia consagrada.

¿Por qué esos tiempos de adoración? ¿Por qué esa alegría de estar con Jesús y por qué esa ignorante indiferencia? Lamentablemente la ignorancia es el problema más grave de los católicos. Evidentemente que no es maldad pero sí es, muchas veces, falta de interés por conocer la fe que profesamos.

Jesús cuando celebró la última cena lo hizo para ser nuestro alimento pero también nuestro compañero. Además también para ser la víctima que toda criatura debe ofrecer a su Creador. La fe en esta presencia real de Jesús en la Hostia Santa, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, es lo que constituye el motivo de la fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo.

El prefacio de hoy nos enseña que “Jesús, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a sí mismo como víctima de salvación y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica”. Si profundizas estas palabras descubrirás el misterio eucarístico. Vayamos ahora a las enseñanzas de los otros textos.

El Éxodo nos presenta a Moisés que puso por escrito las palabras que el Señor le había revelado. Después edificó un altar en la falda del monte y doce estelas por las doce tribus de Israel. Y después de sacrificar distintos animales “tomó la mitad de la sangre, y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al pueblo, el cual respondió: “haremos todo lo que manda el Señor y le obedeceremos”.

Tomó Moisés la sangre y roció al pueblo, diciendo: ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos”. Como ves aquí se habla de la sangre de la alianza que es el símbolo de la sangre que Cristo nos dejará como alianza nueva.

El salmo responsorial (115) repite esta frase que nos recuerda también el cáliz consagrado en la Santa Misa: “Alzaré la copa de la salvación invocando el nombre del Señor”. También nosotros, con el salmo, nos podemos preguntar: “¿cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?… Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando tu nombre Señor”.

La carta a los Hebreos nos presenta a Jesús como el Sumo sacerdote de los bienes definitivos que no tiene las limitaciones de los sacerdotes del Antiguo Testamento. El autor de la carta nos enseña que si con la sangre de los machos cabríos y el rociar con las cenizas de una becerra, lo aceptaba Dios como una pequeña purificación, ahora la “sangre de Cristo que en virtud del Espíritu eterno se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo”. Y saca la conclusión: por esta razón es Mediador de una alianza nueva: su muerte nos ha redimido de los pecados cometidos.

El verso aleluyático nos recuerda estas palabras del famoso capítulo 6 de San Juan en que Jesús se nos presenta como el pan de vida, que nos alimenta y nos regala la eternidad: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este vivirá para siempre”.

El Evangelio de hoy es el de San Marcos que en el capítulo 14 nos habla de la última cena: “Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: – “Tomad, esto es mi cuerpo.” Como ves, aquí nos presenta el evangelista la consagración del pan, cuyo memorial celebramos cada vez que realizamos la eucaristía. Conviene saber que en realidad el texto de la consagración en la Santa Misa está tomado fundamentalmente del capítulo 11 de la primera carta de San Pablo a los Corintios.

San Marcos continúa: “Y les dijo: – “Esta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba del vino nuevo en el Reino de Dios”.

De esta manera, en este día recordamos el misterio eucarístico que con tanto cariño conserva la Iglesia, renovando así la presencia de Jesús día a día en nuestros altares. Este renovar el memorial, es decir, hacer presente de nuevo la conversión del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, lo hace la Iglesia en virtud del mandato de Jesús que nos recuerda San Pablo: “Haced esto en memoria mía”.

Hoy es un día muy hermoso para todos los que amamos a Jesús. Recibámoslo con fe en la Santa Misa. Procuremos acompañarlo en la procesión haciendo público nuestro compromiso y visitémoslo frecuentemente en los sagrarios donde se ha quedado como compañero nuestro.