Perú Católico, líder en noticias.– Perú Católico, líder en noticias rumbo al Bicentenario de la Independencia. Este artículo es escrito por el Doctor e Historiador José Antonio Benito.

Nació en la ciudad de Piura, al norte del Perú, el año 1750, de padre español, Tomás Gutiérrez de Cos y Terán, y madre limeña. Los dos hijos varones, Francisco y Pedro, llegaron a ser sacerdotes. Francisco fue cura de la doctrina de Santo Tomás en la provincia de Chachapoyas. Pedro inició los estudios de filosofía y teología en el seminario de Trujillo donde fue primero pasante en Artes, ocupando luego la cátedra de Latinidad y llegando a ser vicerrector. Obtuvo el grado de Doctor en Cánones en la Universidad de San Marcos y fue abogado de la Audiencia de Lima.

Se ordenó sacerdote en 1784 y sirvió en dos doctrinas del obispado de Lima hasta el año 1798. Fue comisario del tribunal de la Inquisición y vicario juez eclesiástico de ese arzobispado. Desde 1798 participa como canónigo en la catedral de Lima. A finales de 1810, el cabildo de Piura, lo propuso como candidato para representarlo en las Cortes de Cádiz.

El año 1814 obtuvo el puesto de chantre, y por último en 1817, tras el fallecimiento de José de Silva y Olave, fue nombrado obispo de Huamanga. Sus primeros escritos como obispo tuvieron como temática las providencias tomadas para evitar que circulasen papeles subversivos en su jurisdicción. Durante dos años, de 1818 a 1820, administró el obispado sin contratiempo, no obstante, las noticias alarmantes del triunfo de los insurgentes de Buenos Aires cerca de las costas peruanas. Sin embargo, las tropas patriotas del comandante José Álvarez de Arenales penetraron en la sierra central el año 1820, acelerando la escisión política. Gutiérrez fue testigo de excepción de todo este momento de tránsito.

El prelado no se hallaba en la capital cuando el ejército de Arenales se encaminaba a su diócesis, ya que estaba realizando la visita a su obispado. Al tener noticias de que Arenales había destacado un piquete de treinta hombres para prenderle y obligarle a reconocer y jurar la independencia, se dio a la fuga, dirigiéndose a Lima «por caminos extraviados entre nieves y desfiladeros». Cuando, poco después Arenales fue derrotado y desalojado de Huamanga, Gutiérrez de Cos intentó regresar al obispado, mas fue imposible porque los caminos estaban inundados de soldados enemigos, «conocidos con el nombre de montoneras», y de salteadores y asesinos. Ante esta situación, permaneció refugiado tras las murallas de Lima. Mientras, el obispado de Huamanga estaba acéfalo. La misma situación se repetía en Cusco. Los dos lugares tenían gran importancia en este contexto por ser el centro de la resistencia española hasta el final de la guerra. Los obispos se hallaban lejos de su feligresía en momentos en que el poder real se tambaleaba y más necesaria se hacía su prédica entre los fieles. El brigadier español Ricafort y el virrey Pezuela solicitaron el pronto retorno de ambos prelados. La situación no podía ser más desalentadora. A inicios de julio de 1821, el virrey La Serna dio a conocer su decisión de abandonar la capital para dirigirse a la sierra a recomponer el ejército y marchó el 6 de julio. La Serna huía así de una ciudad cercada en los caminos, bloqueada por mar, empobrecida y extenuada, de la que poco más se podía esperar para defender la causa real. A partir del 7 de julio, como es sabido, Lima fue un caos. En ese momento se produjeron las mayores adhesiones al bando patriota: «abandonados» por el virrey, los vecinos limeños vieron a San Martín como su salvador frente a la revolución social que se vivió en las calles de la capital durante aquellas cuarenta y ocho horas. Una junta de vecinos ilustres se dirigió al cuartel general del libertador a solicitarle su pronta entrada en Lima y la pacificación. San Martín aceptó y el 12 de julio, luego de haber restituido el orden, ingresó triunfalmente en la Ciudad de los Reyes.

Cuando el virrey salió de Lima, se enteró casi al mismo tiempo que se anunciaba el hecho, y también intentó huir, pero no lo pudo hacer «porque no había mulas ni cabalgaduras a causa de haberlas tomado ambos ejércitos». Sin embargo, no se unió a las filas patriotas como otros miembros de la elite limeña. La capital se tornó insegura para aquellos que no profesaban estar del lado de la «patria» o del protectorado inaugurado por San Martín. Aun así, asumió el riesgo que suponía no firmar el acta de independencia, ni participar de ninguno de los actos de la proclamación y jura de ésta ni del Estatuto Provisional: «Yo no asistí a estos actos, ni a ninguna función de celebridad; vivía retirado.» Gutiérrez de Cos se enteró de que el libertador «se había resentido» por su decisión de permanecer al margen del nuevo gobierno. Ello motivó un primer intercambio de pareceres, en el que el obispo le reafirmó al propio San Martín su monarquismo, bajo el eufemismo de que correría la suerte de su diócesis, que en ese momento aún estaba bajo el dominio español. Sus palabras son elocuentes: «…le expuse [a San Martín] que mi diócesis de Guamanga permanecía sujeta a la dominación española y que yo no podía prescindir de la suerte de ella, que en el territorio en que me hallaba le obedecería en lo temporal, sin atentar contra su persona y providencias. Al parecer quedó convencido con mi exposición». Gutiérrez estaba reconociendo que iba a respetar y acatar las disposiciones del nuevo gobierno en Lima, quizá por ello San Martín lo dejó en paz durante un tiempo; pero en el fondo, en su alegato el obispo mantenía su adhesión a los realistas, quienes tenían en Huamanga uno de sus principales centros de operaciones. Se podría inferir que Pedro Gutiérrez abrigaba la esperanza de que el orden nuevo fuera efímero. Pero tal y como se sucedieron los hechos en la capital, esta contraposición de lealtades se tornó inadmisible para el gobierno protectoral.

San Martín insistió a Gutiérrez de Cos que jurase la independencia del Perú, «y que al mismo tiempo dirigiese a Guamanga una Pastoral para que allí se hiciese lo mismo… De manera que no pudiendo San Martín ocupar a Guamanga por la fuerza, intentaba revolucionarla por medio de mi Pastoral… neguéme con firmeza.» Esta vez San Martín no fue condescendiente y determinó que el obispo fuese expatriado. Por intermedio del ministro tucumano Bernardo de Monteagudo, el decreto de expulsión del Perú se le dio a conocer el 9 de noviembre de 1821. Gutiérrez de Cos solicitó al gobierno le permitiesen disponer de un mes para poder retirarse del Perú; San Martín no aceptó, reafirmando que el plazo era de ocho días. A pesar de esta orden imperiosa, el obispo retrasó su salida hasta inicios de diciembre de 1821 porque, durante esas semanas, no encontró ningún navío que lo pudiese llevar a otro destino. El último oficio intimidatorio fue redactado el 3 de diciembre, en el que Monteagudo sentenció haberse excedido el plazo para salir del Perú, urgiéndole lo realizase a fin de evitar se tomase otra providencia. Se le dio pasaporte para la península. Gutiérrez se dirigió entonces al puerto del Callao; se presentó la fragata inglesa Harleston, procedente de Calcuta, con cuyo capitán consiguió negociar para que le dejase en Panamá. La persecución contra los anti-patriotas era grande. Temiendo que la «otra providencia» del libertador fuese la prisión en los castillos del Real Felipe mientras esperaba partiese la fragata, como se había hecho con el obispo de Trujillo, Carrión y Marfil, se embarcó en el navío el 4 de diciembre, dos días antes de que zarpase del Callao.

Antes de partir, nombró al deán Tomás López de Ubillús, también piurano, como gobernador eclesiástico del obispado de Huamanga. López de Ubillús, posiblemente pariente lejano suyo, también monárquico. El propio virrey La Serna presentó a Tomás ante la metrópoli como uno de sus más importantes colaboradores en la preservación del Perú para la causa real.

Su salida fue aprovechada por el gobierno realista que se estableció a partir de julio de 1821 en el Cusco, bajo la dirección del virrey La Serna, para convencer a la población de las contradicciones de quienes supuestamente representaban «la libertad». En el viaje llega a México, siendo nombrado como autoridad eclesiástica al lado del reciente proclamado emperador Iturbide. La actitud del clero hacia Iturbide podía deberse al recelo que le inspiraba la insurgencia, y al deseo de alejar de ella a los americanos si la jerarquía eclesiástica tomaba la iniciativa. Esa fue la situación que Gutiérrez de Cos encontró en México, y, por lo que se advierte, no le fue difícil adaptarse a ella. No obstante, las muestras de complacencia y respeto en México, Gutiérrez vivía económicamente limitado. Como su salida de Huamanga fue intempestiva y los caminos de Lima estaban cortados, nunca pudo recibir socorros de su obispado; en la capital vivió «de prestado», y cuando salió del Perú tuvo el apoyo económico de amistades que le proporcionaron pequeñas cantidades de dinero con las que se mantenía. Intentará desde el año 1822, de viajar a La Habana, «o a otro puerto de la dominación española».

 Su incertidumbre era grande, además, porque para el año 1822 la guerra por la independencia en el Perú se hallaba en uno de sus momentos más delicados: la opción realista se tornaba nuevamente asequible y el gobierno protectoral estaba demostrando bastante ineficacia política. Cabía, por tanto, la posibilidad de que las provincias del Perú volviesen al dominio español, con el consiguiente retorno de las autoridades civiles y eclesiásticas. De ahí que tampoco se decidiera a alejarse más del Perú, por si tuviese que volver a Huamanga. Por ello afirmaba: «me hallo en la mayor confusión, porque si las Provincias de Trujillo y Lima ocupadas por el enemigo vuelven a la dominación española, como lo espero, me veré en la obligación de regresar al Obispado, y mientras más me aleje, me será más difícil y penoso el viaje…». Solicitó que la metrópoli le franquease el pasaje a la península con cargo de reintegro, para así encontrarse en lugar seguro desde el cual partir hacia Perú, hecho que, como vemos, por las circunstancias, lo consideraba más que probable. Pero Gutiérrez no viajó nunca a España. Parece ser que la caída de Iturbide y el triunfo de la primera república liberal en México aceleraron la salida del país de nuestro obispo, al que vemos residiendo en La Habana como emigrado en 1825.

En esta isla se desempeñó como gobernador eclesiástico. Luego de cuatro años de solicitudes y desconcierto, Fernando VII lo nombró obispo de Puerto Rico el 9 de junio de 1825. La corona quiso premiar su lealtad durante la revolución de la independencia otorgándole una condecoración especial: un mes antes de desembarcar en Puerto Rico, el 9 de junio de 1826, se le concedió la Gran Cruz de la Real Orden Americana de Isabel la Católica. Mientras tanto, el gobierno peruano desde 1822 le había levantado el decreto de exilio. En la sesión del Congreso del 25 de septiembre de 1822, el diputado José Faustino Sánchez Carrión afirmaba que había que facilitar el retorno de Gutiérrez de Cos: «…que se halla en México y está pronto a jurar la independencia». Consecuencia de esa solicitud, al mes siguiente la Junta Gubernativa determinó que Gutiérrez podía regresar al Perú, encargándose el gobierno de brindarle todos los auxilios que necesitase para tal efecto.

Cuando salió del Perú, Gutiérrez contaba con 71 años de edad. De emigrado se convirtió en obispo de una de las provincias de ultramar que aún se mantenían ligadas a la península. De su acción pastoral caben destacar sus prédicas siempre de tono fidelistas, la visita pastoral y la creación del Seminario Conciliar. Hacía muchos años que no se realizaba la prevista visita pastoral, por lo que la de 1829 constituyó un hecho relevante para la diócesis. Tuvo como objetivo fiscalizar la actuación del clero regular y secular en el desempeño de sus funciones (licencias para confesar, predicar y celebrar), estado material de los templos y la corrección de las costumbres. Un segundo objetivo se centró en evitar la proliferación de ideas subversivas. Finalmente, como era tradición en estas visitas, administró el sacramento de la confirmación en 55 pueblos y a 153.158 habitantes, «incluso los negros africanos y los criollos que hay en las haciendas de los respectivos distritos».

El 7 de abril de 1833 enfermó gravemente y fallece el 9, a los 82 años.

El aprecio de su metropolitano Monseñor B. de las Heras, arzobispo de Lima, se manifiesta en el informe enviado en 1822 al Papa: “tiene todas las calidades necesarias que deben concurrir en un prelado; su espíritu está adornado de virtud, de sabiduría, de prudencia, de celo y de aquella firmeza invariable que en las grandes vicisitudes se requiere para sostener el bien”.

Como concluye su biógrafa Elizabeth Hernández, nuestro protagonista es un claro ejemplo de aquella privilegiada sociedad piurana y peruana que, hasta el último momento, hizo cuanto pudo por mantener su adhesión a una corona de la que tanto dependía. Su formación eclesiástica consolidaba los principios jurídico-políticos adquiridos, de tal manera que, cuando la amenaza de la revolución se hizo presente, fue vista esta como un extravío. La mayoría de obispos en Hispanoamérica rechazó la independencia porque la identificó como herejía o rebeldía frente a una autoridad política consagrada por la divinidad como evidenció en la homilía de 1826 y en el informe de 1829.

Foto del autor de esta sección y de este artículo: Doctor e historiador José Antonio Benito.

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