Perú Católico, líder en noticias rumbo al Bicentenario de la Independencia. Este artículo es escrito por el Doctor e Historiador José Antonio Benito.

Los procesos históricos no cambian de la noche a la mañana. Como anota con precisión J.A. de la Puente[1] en su obra sobre “La Independencia del Perú”, el día a día, la vida cotidiana brinda “una forma peculiar de continuidad y de cambio. Los principios religiosos y morales son los mismos; los valores, la concepción de la familia, de la persona, del honor, la visión de la muerte es semejantes; sin embargo, penetra un aliento que busca la preeminencia de un nuevo espíritu en muchas expresiones personales y sociales en el marco del romanticismo de las ideas liberales.

El hombre peruano vive el tema de la Emancipación; no lo ignora. Unos luchan, conspiran, mueren defendiendo el ideal de la ruptura; otros dudan o están en contra de ese afán. No se puede hablar de un contenido religioso en la lucha por la Emancipación. Partidarios de uno y otro bando afirman por igual en textos y actitudes su adhesión a la Iglesia, no obstante la desorientación de muchos espíritus. Desde otra perspectiva, aparece con frecuencia el caso de conciencia del sacerdote o del obispo que no desea, y no debe, alterar su acción pastoral con posiciones de orden temporal.

El viajero inglés, capitán Basil Hall nos comparte una escena del mundo religioso del momento vivido el 11 de julio de 1821:

Cuando regresábamos por la plaza [de armas], el profundo silencio se rompió con el sonido de una pequeña campana de mano en frente de la catedral. Inmediatamente salió del palacio -que ocupa otro lado de la plaza- un gran coche dorado, de estilo antiguo y pesado, que avanzó hasta la entrada de la catedral y, habiendo recibido al cura encargado de la hospital consagrada, se alejó lentamente hacia la casa de algún moribundo.

Ya instalado el Congreso de la República, en 1822, el 9 de marzo se definen las fiestas religiosas: jueves y viernes santo, Pascua de Resurrección, Corpus Christi, Asunción de Nuestra Señora, Inmaculada Concepción y el día de Navidad. Más tarde se añade el 30 de agosto, fiesta de santa Rosa. Una curiosa disposición pretende recortar los gastos relativos a los lutos, que deben limitarse -según dice la norma- a los más cercanos parientes.

Para aproximarnos a la práctica religiosa de entonces María Belén Soria Casaverde[2], analiza las crónicas locales del diario El Comercio permitiéndole advertir la abigarrada interdependencia entre religiosidad, secularismo y tradición que se expresaba en las llamadas fiestas de tabla.  Concluye que hay continuidad del barroco festivo colonial: Aunque la Independencia redujo el número de fiestas de tabla la devoción popular continuó con el mismo fervor, celebrándose procesiones en cada una de las iglesias por impulso de los gremios y cofradías. Asimismo, el deseo espiritual de “ganar indulgencia plenaria” formó parte de la vida cotidiana de los limeños.  La existencia misma de una columna periodística denominada “crónica religiosa” o “religión”, la cual daba cuenta del santoral diario y las iglesias donde los feligreses podían oír misas y participar en los jubileos, trisagios, sacramentos y procesiones para ganar indulgencias, revela la importancia que tuvo la dimensión religiosa en la idiosincrasia capitalina.

Así lo registra Elizabeth Hernández García[3] valiéndose de las crónicas de los viajeros extranjeros entre las décadas de 1810 y 1830 para el caso de la capital Lima. La población de Lima era de unos 80.000 habitantes, de los que 8.000 eran religiosos, repartidos en 15 monasterios. Las mujeres ocupaban 19 conventos, por lo que era común toparse con frailes y monjas, que en esos tiempos lucían vistosos hábitos. Por supuesto, las fiestas se celebraban con toda la pompa que se podía y nunca faltaba el incienso, las velas, la música, el hábito, el olor, el sabor en templos parroquiales, y sobre todo los de las órdenes religiosas. Destacaba la procesión de santa Rosa de Lima, que salía del convento de santo Domingo hacia la Catedral. En la misma se daban cita cientos de mujeres vestidas con hábitos semejantes al de la terciaria dominica y rosas blancas artificiales en la cintura y parte inferior de sus sayas. Otras procesiones como las impulsadas por los Franciscanos culminaba con un buen almuerzo a pobres y presos. Con todo, la fiesta más importante y vistosa era la del Corpus Christi en la que se daban cita todas las autoridades (civiles, militares y eclesiásticas), las corporaciones y el pueblo fiel y que supo captar Pancho Fierro en sus acuarelas. En casi todas se hacían presentes por su algarabía y exotismo los afrodescendientes. La devoción impregnaba el carácter del limeño de fines del virreinato. Su vida se regía -en parte- a toque de campana; al menos tres veces al día (9.30, 18, 20), repiques ante los que la población respondía deteniéndose si los transeúntes iban caminando, quitándose el sombrero o musitando una oración.


[1] La Independencia del Perú, Lima, Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2ª ed. 2013

[2][2] Crónicas procesionales: religiosidad católica popular – siglo XIX.  Ediciones del SHRA-UNMSM, Lima 2014

[3] “La vida cotidiana en Lima en tiempos de la Independencia” catálogo La Quinta de Los Libertadores. Scarlet O´Phelan. MNAAHP, Ministerio de Cultura, Lima, 2015.
Foto del autor de esta sección y artículo: Doctor e historiador José Antonio Benito Rodríguez.

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