Perú Católico, líder en noticias rumbo al Bicentenario de la Independencia. Este artículo es escrito por el Doctor e Historiador José Antonio Benito.

Don Miguel de Unamuno inventó un vocablo para definir la relación del paisaje con la historia, el paisanaje. Don José de la Riva Agüero nos da lecciones magistrales de este quehacer en sus inmortales Paisajes peruanos., fruto de sus viajes al Perú profundo en 1911. En los fastos del Bicentenario patrio, que se prolongarán, sin duda, hasta el canto del cisne con la batalla de Ayacucho, quiero compartir con ustedes el gozo literario de la evocación histórica en el mismo campo de batalla.  

De Quinua se asciende a la pequeña pampa de Ayacucho. Es un árido llano, cortado por zanjas profundas. Al este lo cierran las prietas y abruptas vertientes del Condorcunca (voz o garganta del cóndor), surcadas por sendas en zigzag. A un costado se abre el seco barranco del Jatunhuayco (gran torrentera). Al norte, el estrecho valle de Ventamayu, con un riachuelo sombreado de molles, y una capillita, destruida o inconclusa, bajo la advocación de San Cristóbal. En la misma pampa, hay un mísero rancho, que sirve de apeadero; y en el centro de ella, está el paupérrimo y enfático monumento, que parece de yeso. La falta de gusto, llevada a tales extremos, supone ya una grave deficiencia moral. ¡Cuánto más significativa y decorosa habría sido una sencilla pirámide de piedras severas!

Recogimos en el campo algunas balas, de las muchas que allí quedan. Los pobladores de Quinua las venden a los viajeros. Me detuve en las lomadas de la izquierda, desde las cuales la división peruana de La Mar rechazó los ataques del realista Valdés. Hacia el centro y la derecha de la línea, se ven los que fueron emplazamientos de las tropas colombianas.

El relato de mi peregrinación sería ineficaz e inútil si no fuera sincero; y debo a mis lectores y a mí mismo la confesión de mis impresiones exactas. Mi sentimiento patrio, que se exaltó con las visiones del Cuzco y las orillas del Apurímac, no sacó del campo de Ayacucho, tan celebrado en la literatura americana, sino una perplejidad inquieta y triste. En este rincón famoso, un ejército realista, compuesto en su totalidad de soldados naturales del Alto y del Bajo Perú, indios, mestizos y criollos blancos, y cuyos jefes y oficiales peninsulares no llegaban a la decimaoctava parte del efectivo, luchó con un ejército independiente, del que los colombianos constituían las tres cuartas partes, los peruanos menos de una cuarta, y los chilenos y porteños una escasa fracción. De ambos lados corrió sangre peruana.

No hay porqué desfigurar la historia: Ayacucho, en nuestra conciencia nacional, es un combate civil entre dos bandos, asistido cada uno por auxiliares forasteros. Entre los aliados sudamericanos reunidos aquí, bullían ya, aun antes de obtenida la emancipación, los odios capitales, como riñeron los gemelos bíblicos desde el seno materno. El americanismo ha sido siempre una hueca declamación o un sarcasmo; y yo, que cada día me siento más viva y ardientemente peruano, me quedo frío con la fraternidad falaz de nuestros inmediatos enemigos, con la hinchada retumbancia e irónica vaciedad del común espíritu latinoamericano en esas vecinas repúblicas hermanas, que no han atendido más que a injuriarnos y atacarnos. ¿Por qué hemos de continuar derrochando los tesoros de nuestro entusiasmo ingenuo en los émulos rabiosos que a diario nos denuestan y que asechan el instante propicio para el asalto?

Gran necedad o inicua pasión arguye zaherir al Perú por haber una considerable porción de él seguido hasta el fin la causa española en la contienda separatista. Entonces se operó en el alma peruana un desgarramiento de indecible angustia. Mientras la mitad, juvenil y briosa, se lanzaba anhelante, con los demás americanos, en la ignota corriente de lo porvenir, ansiando vida nueva, la otra mitad, fiel a las tradiciones seculares, perseveró abrazada a la madre anciana e invadida, con la pía y generosa adhesión a la desgracia, que es nota inconfundible de nuestro carácter. Leal conflicto y doliente caso de la eterna y necesaria lucha entre el respeto a lo pasado y el impulso de la acción renovadora.

La Colonia es también nuestra historia y nuestro patrimonio moral. Su recuerdo reclama simpatía y reconciliación, y no anatema. Si queremos de veras que el peruanismo sea una fuerza eficiente y poderosa, no rompamos la tradicional continuidad de afectos que lo integran; no reneguemos, con ceguera impía, de los progenitores; no cometamos la insania de proscribir y amputar de nuestro concepto de patria los tres siglos civilizadores por excelencia; y no incurramos jamás en el envejecido error liberal, digno de mentes inferiores y primarias, de considerar el antiguo régimen español como la antítesis y la negación del Perú. Para animar y robustecer el nacionalismo, hay sobrados y perdurables contrarios, rivalidades profundas, positivas y esenciales. La dura experiencia nos lo ha enseñado; y mi generación, más que las anteriores, lo sabe y lo medita.

Foto del autor de esta sección y artículo: Doctor e historiador José Antonio Benito Rodríguez.

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