La ejemplaridad de la dialéctica entre el amor y el odio, por Fray Johan Leuridan

silhouette of a happy children and happy time with sunset.

A pesar de las grandes diferencias que hay en las formas del cuidado infantil en las diversas sociedades, todas ellas tienen un rasgo común: el niño es criado por una pequeña comunidad a la que llamamos familia. La familia es la unidad fundamental sobre la que descansa toda estructura social. Durante la historia ha habido intentos de eliminar esta unidad. Todos esos han fracasado. Como dice Bertrand Rusell: no podemos permitir que el Estado usa nuestros hijos para sus intereses.

El ser humano obtiene sus primeras experiencias de la situación triangular padre-madre-hijo. Los intereses de estas personas no son idénticos, ni siquiera en la familia ideal. Los intereses van a entorpecer las relaciones. Los tres tienen que aprender a tolerar las peticiones de los otros dos, tanto en el aspecto individual como en relación con las otras dos personas, y es especialmente este último que ofrece dificultades. Cada vez que no se realiza uno de sus instintos, el niño tiene que odiar a aquellos a quien ama y de quienes depende su existencia física y su estabilidad afectiva.  El niño siente agradecimiento y amor por los buenos hechos y las alegrías que recibe de los otros miembros- o sea de sus padres, pero también experimento celos, envidia y odio contra uno e incluso contra ambos cuando se siente excluido, lo que tiene que ocurrir inevitablemente de vez en cuando. La presencia de hermanos complica o ayuda más las relaciones.

La familia necesita conversaciones permanentes entre padres e hijos sobre todos los problemas que puedan presentarse como hambre, salud, muerte, conflictos, fracasos, desesperación, miedo. Todos son oscilaciones extremas de los afectos que van del odio al amor. Estas oscilaciones necesitan el apoyo entre todos. El problema sin solución se presenta en familias donde los padres por su vida de opulencia dejan la “educación” en manos de otros, en familias donde los padres son indiferentes, en familias donde no disponen de tiempo y en las separaciones o divorcios donde se descuidan de sus obligaciones.

¿Cómo podemos encontrar una forma de vida en la que puedan permitir y aceptar las peticiones y sus satisfacciones, a pesar de que nuestras propias necesidades no podrán ser satisfechas durante algún tiempo? ¿Cómo disfrutar de las realizaciones de nuestros deseos, sabiendo que despiertan envidia y odio en nuestros semejantes?

La experiencia de “odio y amor” es necesaria para que el niño aprenda a superar el conflicto entre peticiones rivales y el sacrificio de las propias insatisfacciones. Unos tienen que aprender a tolerar la peticiones de otros. (Esto no significa que el niño o  el joven debe pasar por todos los malos que existen como pretenden algunos psicoanalistas). La necesidad absoluta de encontrar una solución para estos problemas es el proceso de aprendizaje más difícil y laborioso, pero inevitable.  El niño requiere pasar por los conflictos de intereses para que aprenda a hacer prevalecer siempre el amor sobre el odio.  La familia es la escuela indispensable para madurar las relaciones humanas. No se trata sólo de exigir la obediencia a un esquema de reglas sino principalmente de cultivar un ambiente de afecto por medio de las emociones de amor y de compasión y los buenos ejemplos de los padres. Los padres dedican tiempo, atención y sacrifican su dinero para el bien de sus hijos.  La capacidad de comprensión, de amor, la capacidad de ver a otra persona como un fin y no como un medio, que va creciendo en el niño, desarrolla una personalidad madura y equilibrado.

 No se puede entender las emociones de la persona humana sin comprender la historia de su primera infancia. Las personas que no han sido suficientemente educadas y cuya conciencia de valores está débilmente desarrollada – como por ejemplo los niños engreídos que no aprendieron a soportar las tensiones o los niños a quienes les faltaba la atención amorosa – terminan siendo rebeldes, pervertidos, drogadictos, delincuentes y alcohólicos. Su amor es una máscara de su propio egoísmo y sus propias inseguridades. No pueden entender el amor de otra persona porque no lo pueden controlar. No podemos echar la culpa actualmente a muchos jóvenes por su indiferencia para todo porque no han tenido una buena familia.  (Este aporte se inspira en las obras de Michael Balint y Martha Nussbaum).

Por Fray Johan Leuridan Huys