La solidaridad peruana se ha desbordado al igual que el agua de los ríos durante estos días. El efecto inmediato ha sido, lejos de paliar la terrible problemática, olvidar por un tiempo las divisiones políticas y sociales que laceran a este sufrido pueblo. Dice un adagio que es bueno hacer del limón (amargo), limonada (dulce). Así ha sido ahora,  cuando la amarga realidad de la inclemencia de la naturaleza ha permitido que los peruanos muestren su lado más noble.

En efecto, durante un tiempo y como por arte de magia, todos somos Perú, todos estamos unidos. Han pasado a un segundo término las enconadas divisiones de los días anteriores: las polémicas agrias entre los padres de familia y el Ministerio de Educación, los tristes escándalos de corrupción causados por Odebrecht, que involucran a un amplio espectro de la clase política y empresarial, las divisiones entre fujimoristas y ppkausas, entre las barras de la U y la Alianza, y un largo etcétera. Más que cuando juega la selección peruana en las eliminatorias del mundial (otro momento estelar de la peruanidad, donde todos portan el mismo polo), el dolor y la impotencia han unido de nuevo a este país, más allá de sus accidentes geográficos de costa, sierra y selva, o de sus diversos grupos sociales y raciales.

En efecto, no deja de ser sabia la espontánea actitud popular, que lleva naturalmente a las personas a solidarizarse, a tener el sincero y real interés por ayudar, más allá de todas las diferencias de partido, raza o estatus económico. Es decir, el pueblo peruano ha sabido sacar de algo malo, las inclemencias de la naturaleza, un gran bien espiritual, la solidaridad. Lo ha hecho además de forma inmediata, mostrando así cabalmente la nobleza de sus sentimientos y su sincero afán por ayudar, su capacidad de compadecerse por la desgracia ajena. Con frecuencia se escuchan los consabidos lamentos de autocrítica destructiva: “somos corruptos, desorganizados, holgazanes”, etc.; es bueno que también sepamos cantar nuestro lado bonito: “bien, pero somos solidarios, y a la hora de la dificultad no damos la espalda”. Es precisamente esa unión en el dolor lo que otorga cohesión a un pueblo hondamente marcado por divisiones de diversa índole.

En consecuencia, es preciso convertir el problema en oportunidad, capitalizar la desgracia. Obviamente se deben poner todos los esfuerzos por contenerla y remediarla, yendo el gobierno por delante. Da gusto, sin embargo, que el pueblo peruano, ajeno a todo paternalismo y antes de que las autoridades públicas tuvieran capacidad de reaccionar, ya había comenzado a organizarse para remediar la miseria ajena. El pueblo y su gobierno, las sociedades intermedias, como son escuelas, universidades, empresas, clubes, iglesias, todos a una para remediar los problemas del país.

Este espectáculo que aúna ciertamente lo tremendo y caótico produce sin embargo un aliento de esperanza en medio de la tormenta. A pesar de sus hondas divisiones el pueblo peruano es capaz de unirse, y con la fuerza de esta unión puede hacer cosas grandes. Es en la criba del dolor donde emerge la sinfonía de la unidad. La fuerza de esa cohesión nos ofrece la certeza de que el Perú es más grande que sus problemas, y que si bien herido, saldrá fortalecido de la tragedia. Las lluvias pasarán, las ciudades se reconstruirán, y habremos descubierto que a pesar de nuestras diferencias, somos capaces de trabajar unidos, de solidarizarnos, de colaborar, codo a codo con quien piensa distinto de nosotros,  para construir o reconstruir un Perú mejor.

P. Mario Arroyo

Doctor en Filosofía