La liturgia de hoy es profunda e interesante y les invito a meditar lo que nos enseña cuando nos advierte, con San Pablo, que «somos ciudadanos del cielo de donde aguardamos un salvador: el Señor Jesucristo».

¿Por qué? Nos lo dirá hoy él mismo, en su carta a los filipenses.

  • Génesis

Es hermoso ver cómo Abraham habla con Dios respecto al heredero de todos sus bienes y se queja diciéndole que su servidor es el que lo va a heredar, puesto que no tiene hijos.

Dios le promete no solamente hijos sino también una descendencia abundantísima, «como las estrellas del cielo».

Hoy la lectura nos habla de cómo el Señor hace una alianza con el patriarca prometiéndole esta tierra en heredad.

Los que hacían una alianza en aquel tiempo, preparaban las víctimas como para un holocausto y pasaban entre ellas, antes de quemarlas. Esto significaba que si no cumplían lo que se comprometían a hacer en esa alianza, pedían que les suceda lo que a las víctimas sacrificadas.

Ahora, cuando Abraham pide a Dios una prueba de que sus descendientes habitarán la tierra prometida, Dios le ordena preparar las víctimas descuartizándolas para el sacrificio.

Al atardecer Dios le infunde un profundo sueño a Abraham y Él, representado por una antorcha encendida, pasa por el medio de las víctimas.

«Aquel día el Señor hizo alianza con Abraham: a tus descendientes daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río Éufrates».

El cumplimiento de esta promesa lo veremos a través de la historia de Israel.

  • Salmo 26

Exalta la majestad de Dios y la búsqueda del ser humano:

«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?

El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar

El salmista oye en su corazón «buscad mi rostro» y, en oración, responde: «Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro». Qué bella oración para repetirla nosotros.

El salmo termina invitándonos a confiar en Dios:

«Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor».

  • San Pablo

Abundando en el pensamiento de Dios nos enseña el apóstol que Jesucristo «transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso con esa energía que posee para sometérselo todo».

¡Tú y yo resucitados a semejanza y por los méritos de Jesús resucitado!

El versículo nos lleva al corazón de la transfiguración recordándonos las palabras del Padre:

«Este es mi Hijo, el amado. Escuchadlo».

  • Evangelio

La reflexión de San Pablo nos ha hablado de la glorificación de Jesús.

Esta transfiguración nos la cuenta hoy San Lucas, diciendo que «mientras oraba el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos».

Esa transfiguración que permitió Jesús ver a sus predilectos es, sin duda, la que nos espera a nosotros, en virtud de la resurrección de Jesucristo.

Durante la visión se oye la voz del Padre, que dice:

«Este es mi Hijo, el escogido… ¡escuchadle!».

Qué importante es escuchar a Jesús que es la Palabra del Padre.

Encarnando a su Verbo el Padre nos ha dado el mensaje completo ya que Él no tiene otra Palabra más que ésta: su propio Hijo.

Escuchando al Hijo conocemos todos los secretos del Padre.

Por eso, con el mensaje que nos trajo Jesús, se acabó toda la Revelación.

Como Él es Dios, habla de Dios y nadie tiene nada más que decirnos de parte del Dios verdadero. Como dirá san Juan de la Cruz, el Padre nos da su Palabra «que no tiene otra».

Es interesante pensar que entre los humanos una persona que tiene muchas palabras y pensamientos es considerado un sabio. Los que tienen pocas palabras y pocos pensamientos son los ignorantes.

Lo más admirable es que el Infinito, Dios, solo tiene una Palabra, el Verbo que con el Espíritu Santo y el Padre son la Santísima Trinidad que se nos ha revelado.

Adoremos a la Trinidad Santa y escuchemos siempre el mensaje del Verbo encarnado, Jesucristo.

José Ignacio Alemany Grau, obispo