III ¿EL Fin de la cultura?: La conexión del amor con la verdad

Con mucha razón la filósofa y novelista, Iris Murdoch, Dublin, presbiteriana, señala que los filósofos modernos han intentado relacionar los conceptos del bien y la justicia con libertad, razón, felicidad, valentía, historia, etc. para tratar de entender algo más de ambos. Sin embargo, los filósofos modernos y posmodernos no mencionan un concepto que tradicionalmente se consideraba vinculado a estos; es decir, el amor. (Murdoch, 1969. London, Chatto & Windus, On “God” and “Good”).

El filósofo, Luc Ferry, Francia, ateo, considera que después de las críticas de Friedrich Nietzsche a la filosofía de la razón y a las construcciones políticas, económicas y sociales de la democracia, esta deconstrucción va a liberar dimensiones nuevas del hombre y va a aparecer un principio nuevo que da sentido a nuestra existencia. El hombre actual muestra interés por el valor espiritual del amor. El amor trasciende la razón y los derechos (Luc Ferry, De L´Amour. Paris, Ed. Odile, 2012).

La siguiente reflexión se inspira en la encíclica de Francisco: “Lumen Fidei”.

Amor y verdad no se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve opresiva para la vida de la persona. Quien ama comprende que el amor mismo abre nuestros ojos para la realidad de manera nueva, en unión con las personas amadas. El sentido de la vida es dar amor y recibir amor. La mayor belleza es el amor.

En la modernidad se ha intentado construir la fraternidad entre los hombres, fundándose sobre la igualdad. Es necesario volver a la verdadera raíz de la fraternidad.

El descubrimiento del amor como conocimiento se encuentra en la concepción bíblica de la fe. La fe consiste en reconocer el don originario que está a la base de nuestra existencia. La salvación comienza con la apertura a algo que nos precede. La pregunta por la verdad se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede conseguir unirnos más allá de nuestro “yo” pequeño y limitado. Es la pregunta por el origen de todo, a cuya luz se puede ver el sentido del camino común. El origen de toda bondad está en Dios. La inteligencia no es solo para investigar, planificar y organizar sino también para reconocer lo que ha recibido.

En la biblia el corazón es el centro del hombre donde se entrelazan la interioridad de la persona y su apertura al mundo a los otros, el entendimiento, la voluntad, la afectividad. El corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones porque en él nos abrimos a la verdad y al amor. La fe conoce por estar vinculado al amor, en cuanto el mismo amor trae una luz. La fe es la que nace cuando recibimos el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad.

El conocimiento de la fe, por nacer del Dios del amor que establece la alianza, ilumina un camino. Todas las líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo. La vida de Jesús se presenta como la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor por nosotros. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor, Jesús ha ofrecido la suya para todos (Juan, 15,13). Cristo se da a conocer en la intimidad de cada persona. La relación personal que penetra el corazón de cada uno es la fuente de los hechos históricos y el anuncio de los profetas. Cristo ha revelado el amor del Padre dándonos la nueva creación. En Jesucristo el mundo adquiere una nueva dignidad. Cristo da vida al mundo y vence la muerte. Dios nos ha llamado al amor por medio del misterio de Cristo.

Para la fe, Cristo no es solo aquel en quien creemos sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. Tenemos la necesidad de confiar en alguien. Confiamos en otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. La compañía de Cristo nos hace entrar en una historia nueva. Creemos a Cristo cuando lo acogemos en nuestra vida personal y lo seguimos mediante el amor. El que acepta el don de fe se transforma en un nuevo ser humano. “Cristo habita por la fe en nuestros corazones (Efesios. 3,17). No soy yo el que vive sino es Cristo que vive en mi (Gálatas, 2,20). La vida del hombre está privada de sentido si no lo experimenta y lo hace propio.

Así podemos entender la novedad que aporta la fe. El creyente es transformado por el amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este amor se dilata más allá de sí mismo. De su experiencia nueva brota el anuncio. “Cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo oirán hablar de él sin nadie que anuncie?” Y ¿cómo predicarán, si no son enviados? (Romanos, 10,14).  El creyente se convierte en existencia eclesial. Y como Cristo abraza en sí a todos los creyentes, el cristiano se encuentra unido con los otros hermanos en la fe. La fe pierde su sentido sin la comunión real de los otros creyentes. La luz del rostro de Dios me ilumina a través del rostro del hermano. La fe no es algo privado o individualista sino nace y crece por el encuentro con los otros dentro de la iglesia. Una fe sin entrar en la vida se pierde. La fe ilumina también todas las relaciones humanas y  pone el ser humano al servicio de la justicia, del derecho y la paz porque nace del amor originario de Dios. “Solamente vale la fe que actúa mediante el amor (Gálatas,5,6).

El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia (Lumen Fidei, n.52). El cambio del mundo empieza con la familia y los más cercanos. Cristo cambia los criterios mundanos de preferencia para el poder, la riqueza y la belleza señalando quienes son los prójimos preferidos de Dios. Son los enfermos, presos, pobres, el hijo pródigo que se arrepienta, el forastero, es decir los hermanos más pequeños Mateo, 25: 35,36,40).

Actualmente nuestro mundo secularizado se otorga a sí mismo una independencia absoluta. Este individuo se imagina autónomo, pero obedece a la cultura de la vulgaridad ofrecida por los intereses económicos sin valores. Sus deseos están manipulados por las ofertas materiales del poder dominante para gastar su dinero sin criterio. La autonomía secular necesita también escuchar e incorporar el anuncio del amor para no terminar en una auto-suficiencia con consecuencias relativistas, violentas y perversión. La naturaleza sería la base de nuestro conocimiento y la cultura sería subjetiva y no tendría valor cognoscitivo. Por negar lo dado de la naturaleza, la cultura pierde el sentido de la realidad y se resuelve en un juego de interpretaciones. La teología afirma que la naturaleza es una creación de Dios. La naturaleza es la cultura divina y la cultura es naturaleza, no como un hecho sino como un don de Dios. Cultura y naturaleza participan en la revelación de Dios. La investigación científica conforme a las normas morales, nunca será contraria a la fe (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n.36). El hombre está ligado a la materia por su cuerpo, pero la transciende por su inteligencia y su libertad que elevan la materia y el cuerpo a nivel cultural. La ciencia y la tecnología no pueden prescindir de la cultura para lograr su buen desarrollo y uso. Dos ejemplos sencillos que demuestran la falta de cultura: llenar el mar de plásticos y fabricar armamento nuclear.

El amor fiable mantiene la confianza entre las personas. No es un amor líquido sino un amor que otorga la confianza. Ya no somos personas que cambian sus ideas y comportamientos de acuerdo a la utilidad de los demás sino tenemos una actitud que inspira confianza.

Para Juan y Andrés, en el encuentro con Jesús, aprendieron a conocerse de un modo distinto y a cambiar ellos mismos y la realidad. No es un análisis del sistema o una estructura que indica lo que debe hacer una persona sino un encuentro con otra persona. El encuentro con Cristo influye sobre mis relaciones con los hombres y con las cosas. Algo nuevo ocurre. Surge una humanidad distinta, más humana cuya regla fundamental es la caridad. No es el moralismo de nuestra propia conciencia sino la pertenencia a Cristo. “Venga tu reino” es un ideal y no una utopía. Es una actitud y no sólo cumplir con algunos gestos de caridad porque perderemos el gusto de vivir, llegaríamos al aburrimiento porque no hemos abrazado a Él que perdona y hace vivir.

Juan Pablo II afirma que las verdades en la relación interpersonal no pertenecen primeramente al orden fáctico o filosófico. Lo que pretende, más que nada, es la verdad misma de la persona: lo que ella es, su vivencia personal del amor y los valores, y lo que manifiesta de su propio interior. En efecto, la perfección del hombre no está en la mera adquisición de un conocimiento abstracto de verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta felicidad que sabe darse, el hombre encuentra la plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta (Juan Pablo II, encíclica: Fides et Ratio, n. 32).

Lo importante no se aprende de una enseñanza sino de un encuentro. No se puede hablar de un “encuentro” sino dentro del hecho de una pertenencia. La persona no se puede definir solo por sus ideas, proyectos, ideología sino principalmente por pertenecer a Aquel que me transforma. La pertenencia es una respuesta libre a una invitación y como todo acto libre necesita cultivarse por medio de la oración y la caridad.

“No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor” (Benedicto XVI, Caritas en Veritate,2009: n. 40). Fin.

Dr. Johan Leuridan Huys