Texto completo de la catequesis del Papa Francisco (2 de septiembre)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este último tramo de nuestro camino de catequesis sobre la familia, abrimos la mirada sobre el modo en que ella vive la responsabilidad de comunicar la fe, de transmitir la fe, sea en su interior como al exterior.

En un primer momento, nos pueden venir a la mente algunas expresiones evangélicas que parecen contraponer los vínculos de la familia y el seguimiento de Jesús. Por ejemplo, aquellas palabras fuertes que todos conocemos y hemos escuchado: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”.

Naturalmente, ¡Jesús no quiere anular el cuarto mandamiento con esto! Se trata del primer gran mandamiento hacia las personas. Los tres primeros están en relación con Dios, este en relación con las personas… ¡es grande! Y ni siquiera podemos pensar que el Señor, después de haber realizado su primer milagro para los esposos de Caná, después de haber consagrado el vínculo conyugal entre el hombre y la mujer, después de haber restituido a los hijos y las hijas a la vida familiar, ¡nos pida ser insensibles a estos vínculos! Esa no es la explicación, ¡no! Al contrario, cuando Jesús afirma la primacía de la fe en Dios, no encuentra una comparación más significativa que la de los afectos familiares. Y, por otro lado, estos mismos vínculos familiares, dentro de la experiencia de fe y del amor de Dios, se transforman, son “llenados” de un sentido más grande y son capaces de trascender a sí mismos, para crear una paternidad y una maternidad más amplias, y para acoger como hermanos y hermanas también aquellos que están al margen de cualquier vínculo. Un día, a quien le dijo que afuera estaban su madre y sus hermanos que lo buscaban, Jesús respondió, indicando a sus discípulos: “¡Estos son mi madre y mis hermanos! Porque el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.

La sabiduría de los afectos que no se compran y no se venden es la mejor dote del genio familiar. Especialmente en la familia aprendemos a crecer en aquella atmósfera de la sabiduría de los afectos. Su “gramática” se aprende allí, de otra manera es muy difícil aprenderla. Y es precisamente este lenguaje a través del cual Dios se hace comprender por todos.

La invitación a poner los vínculos familiares en el ámbito de la obediencia de la fe y de la alianza con el Señor no los mortifica; al contrario, los protege, los desvincula del egoísmo, los protege de la degradación, los lleva a un lugar seguro para la vida que no muere. La fluidez de un estilo familiar en las relaciones humanas es una bendición para los pueblos: devuelve la esperanza a la tierra. Cuando los afectos familiares se dejan convertir al testimonio del Evangelio, son capaces de cosas impensables, que hacen tocar con la mano las obras que Dios realiza en la historia, como aquellas que Jesús ha hecho para los hombres, las mujeres, los niños que ha encontrado. Una sola sonrisa milagrosamente arrancada a la desesperación de un niño abandonado, que vuelve a vivir, nos explica el modo de actuar de Dios en el mundo más que mil tratados teológicos. Un solo hombre y una sola mujer, capaces de arriesgar y de sacrificarse por un hijo de otros, y no solo por el propio, nos explican cosas del amor que muchos científicos no comprenden más.

Donde están estos afectos familiares brotan estos gestos del corazón que nos hablan más fuerte que las palabras, el gesto del amor, esto hace pensar. La familia que responde a la llamada de Jesús devuelve la dirección del mundo a la alianza del hombre y de la mujer con Dios. Piensen en el desarrollo de este testimonio, hoy. Imaginemos que el timón de la historia (de la sociedad, de la economía, de la política) sea entregado –¡por fin!– a la alianza del hombre y de la mujer, para que lo gobiernen con la mirada dirigida a la generación que viene. Los temas de la tierra y de la casa, de la economía y del trabajo, ¡tocarían una música muy diferente!

Si volvemos a dar protagonismo –a partir de la Iglesia– a la familia que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica, nos transformaremos como el vino bueno de las bodas de Caná, ¡fermentaremos como la levadura de Dios!

En efecto, la alianza de la familia con Dios está llamada hoy a contrarrestar la desertificación comunitaria de la ciudad moderna. Pero nuestras ciudades se han desertificado por falta de amor, por falta de sonrisas. Muchas diversiones, muchas, muchas cosas para perder el tiempo, para hacer reír, pero falta el amor. Y es especialmente la familia, y es ¡especialmente la familia! aquel papá, aquella mamá que trabajan y con los niños… La sonrisa de una familia es capaz de vencer esta desertificación de nuestras ciudades y esta es la victoria del amor de la familia. Ninguna ingeniería económica y política es capaz de reemplazar esta aportación de las familias. El proyecto de Babel edifica rascacielos sin vida. El Espíritu de Dios, en cambio, hace florecer los desiertos. Debemos salir de las torres y de las cámaras blindadas de las élites, para frecuentar de nuevo las casas y los espacios abiertos a las multitudes. Abiertos al amor de la familia.

La comunión de los carismas –los donados al Sacramento del matrimonio y los concedidos a la consagración para el Reino de Dios– está destinada a transformar la Iglesia en un lugar plenamente familiar para el encuentro con Dios. Vamos hacia adelante en este camino, no perdamos la esperanza, donde hay una familia con amor, esa familia es capaz de calentar el corazón de toda una ciudad, con su testimonio de amor.

Recen por mí, recemos los unos por los otros, para que seamos capaces de reconocer y de sostener las visitas de Dios. ¡El Espíritu traerá el alegre desorden en las familias cristianas, y la ciudad del hombre saldrá de la depresión! Gracias.