Dios entró en la historia humana como un niño, un ser que no tiene ningún poder. La revelación de Dios en la historia muestra que Jesús se entregó voluntariamente a una condenación de una muerte cruel. Para nosotros es difícil entender esta decisión de un Dios absoluto y Todopoderoso; esta relación de amor entre el Padre y el Hijo.

El Padre no ordena la muerte al Hijo, sino Jesús aceptó la condena de la muerte en obediencia a la voluntad del Padre por anunciar el mensaje del amor a los hombres. La entrega del Hijo al Padre es la revelación para implantar el Reino de Dios. Leemos en I Timoteo, 2, 3-6: “Es bueno y agrada a Dios, nuestro Salvador, pues Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Dios es único, y único también, el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, que en tiempo fijado dio el testimonio: se entregó para rescatar a todos”.

La cruz de Jesús es la expresión del rechazo de Dios por lo que es el ser humano: dolor, impotencia, soledad, la negación de la presencia de Dios y la muerte. La muerte se manifiesta en el pecado. Leemos en romanos 5, 14: “Por eso, desde Adán hasta Moisés, la muerte tuvo poder, incluso sobre aquellos que no desobedecían abiertamente, como en el caso de Adán, siendo todo esto figura del que estaba viniendo”. A pesar del pecado, Jesús asume libremente la cruz por una iniciativa divina. Jesús acepta todas las consecuencias por mostrar su solidaridad con sus hermanos y hermanas pecadores, pero dentro de su solidaridad con el Padre. Donde los seres humanos rechazan a Jesús, Dios se acerca. Es una situación, donde se rompen todas las relaciones, o sea, la muerte, porque Dios solo piensa en amor y a ofrecer una nueva alianza.

La muerte de Jesús no significó un fracaso del plan de redención. Solo se puede entender por el misterio inescrutable de la Trinidad, del amor entre el Padre y el Hijo. La relación entre el Padre y el Hijo se realiza por el Espíritu Santo. Por la solidaridad con el Hijo, Dios asume su solidaridad con los pecadores. Dios toma la iniciativa. Leemos en filipenses, 2,8: “Se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.  Por eso Dios lo engrandeció y le dio el nombre sobre todo nombre”.

Cristo anunció a sus discípulos, leemos en Marcos, 8, 31: “Luego comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los notables, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, que sería condenado a muerte y resucitaría a los tres días. Jesús hablaba de esto con mucha seguridad.

Pedro, pues, lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose la vuelta, vio muy cerca a sus discípulos. Entonces reprendió a Pedro y le dijo: Apártate y ponte de mí, ¡satanás! Tus ambiciones no son las de Dios, sino de los hombres”. 

Por la solidaridad con los pecadores, salva a todos. El amor es más fuerte que la muerte. Por el amor recíproco ente Padre y Hijo, la muerte se transforma en vida. Leemos en Juan 10, 17-18: “El Padre me ama porque Yo doy mi vida para retomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino Yo mismo la entrego. En mis manos está el entregarla y recobrarla: éste es el mandato que recibí de mi Padre”. Cristo ha hecho acta de ofrenda al Padre por la salvación de los pecadores. Leemos en Juan 12,23: Entonces Jesús dijo: “Ha llegado la hora que sea glorificado el Hijo del Hombre. En verdad les digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”.

Leemos en Hebreos, 2,9: “Por un momento lo hiciste más bajo que los ángeles. Esto se refiere a Jesús que, como precio de su muerte dolorosa, ha sido coronado de gloria y honor”.

Leemos en Juan, 15, 9-11 como Jesús explica el sentido de la vida. El origen está en el Padre que ama al Hijo y el Hijo, por ser amado, puede amar a nosotros. De esta manera, nosotros también podemos amar a Cristo y a los demás. Cuando uno ama, automáticamente cumple con los mandamientos porque son la expresión de nuestro amor. El amor nos da el gusto de servir. Logramos la felicidad por dar la felicidad a los demás.