El sentido de la vida se descubre en un encuentro, por Johan Leuridan

La filosofía de Emmanuel Kant tuvo una enorme influencia en la sociedad, cambiando la ética en cumplimiento de normas, limitando la educación a la culpabilidad. Para él la idea del deber es la idea central de la ética. La condición para poder señalar el valor de la persona se constituye entonces por el cumplimiento de la ley o de las normas. Sin embargo, antes de poder hablar de normas debemos saber lo que es la vida. La perfección del ser humano no está en la adquisición de normas abstractas de la verdad, sino consiste principalmente en una relación viva con otras personas, como los verdaderos amigos o como el hombre y la mujer que se encuentran y deciden compartir toda la vida. Este encuentro da un sentido a su vida. La verdad de la relación entre ambos no es el resultado de investigaciones científicas o cambio de estructuras. La confianza es la base de la relación. La confianza hace creer en la verdad que la otra persona manifiesta. En la entrega mutua crece la pertenencia que es producto de poder amar a la otra persona y al mismo tiempo saber ser amado(a). El afecto y la pertenencia, como decía Aristóteles, son el origen de la felicidad. Pero este encuentro exige decisión libre, trabajo y buena disposición. Este encuentro se construye con el tiempo en la convivencia. Cuanto más libre cuanto mas profunda y cuanto más duradera será la confianza y la relación. La relación depende de la firme decisión y no de variedad de las situaciones.

Juan y Andrés fueron los dos primeros que se encontraron con Jesús.  Por el encuentro con aquella persona excepcional aprendieron a conocerse de un modo distinto. Andrés se encuentra con su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías”. No le da explicaciones y no dice lo que han hecho.  Jesús se reveló, no explicando verdades sobre Dios, sino se dio a conocer en la intimidad de la persona de Juan y Andrés. La revelación de Dios es la revelación personal que penetra el corazón de cada uno. “Que les ilumina la mirada interior para apreciar la esperanza a la que han sido llamados por Dios” (Efesios: I,18). Juan y Andrés se sentían hombres nuevos. Creyeron en el encuentro. En la vida uno puede encontrarse con otra persona que más tarde tendrá un significado decisivo en su vida.    

Cristo irrumpe en la historia.  “Como el Padre me amó, así también los he amado Yo: permanezcan en mi amor” (Juan: 15, 9-10). El Padre da amor al hijo para que Él nos puede dar amor a nosotros. El espíritu de Cristo transforma el pensamiento y las emociones del ser humano. Y es fuente de una conciencia diferente. Entender la vida no es imponerlo arbitrariamente un sentido o imponer normas sino recibir a Él que nos inspira el amor como sentido de la existencia. San Pedro lo explica muy bien en su carta: “Gracias a él han creído en Dios que lo resucitó de entre los muertos y lo glorificó, precisamente con el fin de que pusieron su fe y esperanza en Dios. Al aceptar la verdad, han logrado la purificación interior, de la que procede el amor sincero a los hermanos, ámense, pues, unos a otros de todo corazón ya que han nacido esta vez, no de semilla corruptible, sino de palabra de Dios que vive y permanece” (I Pedro: 22-23). Juan y Andrés se encontraron con la persona que es el destino del mundo. Cristo no se presenta como una utopía, como una duda, como un negocio, como una vulgaridad, como un poder político o militar, etc. Él es un ideal. El ideal ilumina nuestra conciencia para siempre buscar y hacer el bien en nuestras relaciones con los demás y en la naturaleza. La fe no se limita a las frases que la expresan, sino es recibir a Dios en nuestra conciencia. Dios que se manifiesta en el ser humano.

Por eso, San Pablo dice: “Sigan el camino del amor, a ejemplo de Cristo, esfuércense por imitarlo” (Efesios: 5,1-2).