La felicidad es la conversión, el amor y la pertenencia, por Johan Leuridan Huys
La espiritualidad cristiana no es una reflexión teológica sobre la doctrina de la Iglesia o un estudio teológico sobre la Biblia, sino es la experiencia de la relación personal con Dios y con otros seres humanos en este mundo. El Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo. El hecho es que Dios vino al mundo, en la persona de Cristo y este hecho provoca un encuentro nuevo entre personas, una humanidad diferente. Él está “en” y “entre nosotros”. Su presencia nos transforma. Cuando nos relacionamos, no solo vemos las personas en el límite de su existencia relativa, sino las vemos con un destino grande. La persona adquiere un valor especial, precisamente, por el destino que está en ella. Toda persona recibe un sello divino que cambia su personalidad y cambia también las relaciones entre las personas.
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La presencia de Cristo en nuestra conciencia es un acto espiritual que incluye una dimensión ética. Dios se manifiesta en los comportamientos humanos que posibilitan una vida digna. La comunidad de personas es el lugar donde puede descubrir esta experiencia de la vida con Cristo o del sentido de Cristo en las personas. Donde seres humanos se sacrifican por una buena causa, encontramos la presencia de la transcendencia. La voz de Dios, en nuestra conciencia, eleva el conocimiento práctico a discernimiento. Lo espiritual se realiza en los actos de nosotros. La oferta de Dios está escondida en la iniciativa de la respuesta de fe de los hombres. No es una oferta que se puede demostrar científicamente. Es una verdad diferente. La oferta de Dios se hace transparente en la historia cuando el misterio se derrama en los comportamientos humanos que realizan algo de bien. El cristianismo es un encuentro con Cristo, una conversión, y, un encuentro con personas que se reúnen alrededor de la persona de Cristo. Hay un proceso de pertenencia en la fe en Dios y en confianza entre las personas.
La experiencia solo puede mantenerse y crecer por medio de la oración personal diaria con Dios y por la identificación con las personas con quienes vivimos y caminamos. La unión de las personas de la comunidad, depende de la decisión ética de cada uno. Aristóteles afirma que es lo mismo, vivir bien y obrar bien, que ser feliz. El vincula la felicidad a la moralidad. Esta persona tiene la excelencia de la vida. Leemos en Pedro,3,8: “Procuren todos tener un mismo pensamiento y mismo sentir: con afecto fraternal, con ternura, con humildad. No devuelvan mal por mal o insulto por insulto; más bien bendigan, pues por esto han sido llamados; y de este modo recibirán la bendición”.
Siempre es necesario la ayuda de los creyentes que nos rodean. La persona debe tener la conciencia de pertenecer a esta experiencia de amor con los otros y debe cultivarla. La persona necesita amar y ser amada. Las personas con quienes caminamos, con quienes nosotros nos encontramos, las personas con quienes vivimos, son las personas con quienes se puede descubrir esta experiencia del amor. ¿Por qué se buscan mutuamente entre familiares y amigos? ¿Por qué se visitan y se encuentran? La razón es evidente: los encuentros dan sentimiento de seguridad, confianza y felicidad. Tenemos la conciencia de pertenecer a una historia eterna, acompañado por Cristo. Caminamos en este mundo en compañía de amistades y no solo de estadísticas, de encuestas, de derrotas de finanzas y de cálculo de poder.
Cuando hablamos de lo más profundo de una persona, estamos hablando de la pertenencia: la familia, los amigos, la promoción del colegio, el alma mater de la universidad, la región, el país y Dios. Leemos en Juan, 15,9: Como el Padre me amó, así también los he amado yo: permanezcan en mi amor. Esto no puede ser algo relativo o pasajero, no es como la moda que va cambiando o como las nuevas tecnologías que se introducen diariamente. Una persona que no siente pertenencia a nadie, no es una persona humana. La persona no está definida por ideas, proyectos, ideologías sino por pertenencia. Los ideólogos se unen por ideas, pero no son amigos. La pertenencia espiritual solo puede crecer en la medida en que la persona se identifica con esta experiencia, se identifica con las personas que está dentro de esta experiencia, que garantizan el desarrollo de esta experiencia. Leemos en Efesios, 3,1-6: Yo, el prisionero de Cristo, les exhorto, pues, a que muestren dignos de su vocación y sopórtense unos a otros con amor. Mantengan entre ustedes lazos de amor. Manténganse entre ustedes lazos de paz y permanezcan unidos en el mismo espíritu: un solo cuerpo y un solo espíritu, pues ustedes han sido llamados a una misma vocación y una misma esperanza. Leemos en juan, 15,17-18: “Si el mundo los odia, sepan que antes me odio a mí. No sería lo mismo si ustedes fueran del mundo, pues el mundo ama lo que es suyo. Pero ustedes no son del mundo, sino que yo los elegí en medio del mundo, y por eso el mundo los odia”. Leemos en I Corintios, 12, 12: Las partes del cuerpo son muchos, pero el cuerpo es uno; por muchas que sean las partes, todas forman un solo cuerpo. Así también Cristo. Hemos sido bautizados en el único Espíritu para que formáramos un solo cuerpo, ya fuéramos judíos o griegos, esclavos o libres. Y todos hemos bebidos del único Espíritu.
Sin embargo, la persona humana es libre y puedo perder la pertenencia si no la cultiva. El ser humano es un ser histórico. “Negar a Dios y la religión, prescindir totalmente de ellos, no constituye ya, como en el pasado, un hecho raro e individual: actualmente, con frecuencia, se presentan como exigencias del progreso científico o es un nuevo tipo de humanismo” (Concilio Vaticano II, 2016: 7). Leemos en Lucas, 18,8: “Les asegura que les hará justicia, y lo hará pronto. Pero cuando venga el Hijo del hombre , ¿encontratrá fe sobre la tierra?”. El origen del problema está en entender la emancipación de la vida como una actividad a partir de la razón instrumental. El espíritu técnico desprovisto de una dimensión interna es la causa de la degradación cultural. La élite tecnócrata y las ideologías materialistas eliminan, en todo el mundo, los valores porque promueven el poder del dinero como único sentido de la vida. Se ha eliminado la pregunta por el bien y la conciencia personal.
Una teoría de género nombra a la familia, democrática, o sea, los padres ya no educan a los hijos. El profesor ,en la escuala o en el colegio, “educa”. El Ministerio le obliga a enseñar que el ser humano, bajo el pretexto de la igualdad de hombre y mujer, que la vida es la ciencia y la tecnolgía para poder producir, consumir y ganar dinero. Todos somos homologados y manipulados por el mercado global. Ya nadie piensa.
El periodista Chris Hedge dice que en la Edad Media, el pueblo se arrodillaba ante el poder y la majestad de la Iglesia. Ellos temían a la ira de Dios. Hoy en día, nosotros nos arrodillamos ante el poder, el dinero, los precios, el status y el prestigio. En nombre de “ideales nobles”, promueven los demonios de autoexaltación, codicia y deleite de poder. No estamos en camino a un paraíso sino a una sociedad de rapiña, corrupción, hambre, extorción anarquía, terrosrismo nuclear, guerras y falta de alimentos. Le faltaba solo añadir: Trata de personas.
La primera pregunta no es: ¿Qué voy a hacer? sino: ¿Quién soy yo? El amor de Cristo nos hace amar a todos, independiente de su situación económica o social, de la misma manera. Cristo dijo a Nicodemo:” no te extrañes de que te haya dicho: necesitan nacer de nuevo (Juan, 3,7). Leemos en Marco, 8,34: “El que quiere seguirme, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga”. El sacrificio es parte del misterio de Cristo en la cruz. El bienestar moral del hombre nunca puede garantizarse a través de estructuras, por muy válidas que estas sean. La ciencia no puede redimir al hombre. Las mejores estructuras funcionan únicamente cuando en una comunidad existen convicciones. La libertad necesita una convicción. La convicción no existe por sí misma, ha de ser conquistada siempre de nuevo. Leemos en los Hechos de los apóstoles: 17,27-29: “Habían de buscar por sí mismos a Dios, aunque fuera a tientas: tal vez lo encontrarían. En realidad, no está lejos de cada uno de nosotros, pues en el vivimos, nos movemos y existimos”, como dijeron algunos poetas suyos: “somos también del linaje de Dios”. Si de verdad somos linaje de Dios, no debemos pensar que la divinidad se parezca a las creaciones del arte y de la fantasía humana, ya sean de oro, plata o piedra”. Debemos rodearnos de personas que buscan el bien. Por ejemplo, se llama a la familia la Iglesia doméstica porque los padres aman a los hijos y los hijos aman a los padres.
Así, es como Jesús manifiesta: “Yo no puedo hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que ha enviado (Juan, 5,30). De esta manera la libertad se salva de una imposición de afuera, del poder de la cultura dominante. Leemos en Romanos, 8, 38: “Yo sé que la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las fuerzas del universo, ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrán apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.” Dios ha creado al ser humano con libertad para que decida sobre su propia historia. Cristo llamó a unos pecadores, se convirtieron, recibieron el perdón y fueron la primera comunidad, el comienzo de una historia nueva. Recibimos el don espiritual de poder reflexionar sobre nosotros mismos. El ser humano, viejo, con sus malas inclinaciones, está crucificado con Cristo y empieza una vida nueva (Romanos, 6, 6-9). Los que se siguen reuniéndose alrdedor de Él, viven con plenitud y alegría el sentido de la vida. Cristo salva nuestra libertad.
Por recibir el amor en la comunidad, la persona llega a entender el sentido de la vida y así a desarrollar su personalidad. Llega a ser una persona que ama y es amada. El busca el bien porque el amor es hacer el bien. No busca una utopía sino un ideal que es la perfección del Padre.

Dominico. Doctor en teología. Miembro honorario de la Sociedad peruana de Filosofía. Ex decano de la USMP.

