XII Domingo del tiempo ordinario: Un pedido a medias
La liturgia de hoy nos lleva por el mar.
El salmo responsorial dice: “entraron en naves por el mar comerciando por las aguas inmensas. Contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en el océano. Él habló y levantó un viento tormentoso que alzaba las olas a lo alto. Subían al cielo, bajaban al abismo, el estómago revuelto por el mareo. Pero gritaron al Señor en su angustia y los arrancó de la tribulación”.
Este pasaje del salmo 106 nos hace entrar en el Evangelio del día. Claro que las maravillas y la inmensidad del océano no son precisamente iguales a las del humilde lago de Genesaret. Pero de todas formas, en momentos especiales de tormenta, tiene un oleaje que ponía en peligro las pequeñas embarcaciones de aquel tiempo.
Aquel día, nos cuenta San Marcos, Jesús dijo a los apóstoles al atardecer:
– “Vamos a la otra orilla”.
Seguro que Jesús estaba un tanto cansado de su trabajo apostólico y de la cantidad de gente que continuamente lo buscaba pidiendo milagros que se durmió en la barca. San Marcos cuenta que “se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla”.
Hace unos años, en tiempos del sufrido Papa Benedicto, no faltaron algunas personas que corrieron como una especie de noticia, que la Iglesia de Jesús “hacía agua y que iba a naufragar”.
Lamentablemente estas personas lo decían casi con el deseo de que fuera realidad. Pero no ha sido así y una vez más se han cumplido las palabras de Jesús: “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.
Es cierto que a lo largo de la historia, la Iglesia de Jesús ha tenido muchos problemas surgidos dentro de ella misma y también por parte de sus perseguidores. Pero Jesús no la abandonará nunca.
Volviendo a San Marcos, nos dice que Jesús estaba tranquilo “a popa, dormido sobre un almohadón”. Entonces los discípulos lo despiertan con un grito desesperado: “¡¿Maestro, no te importa que nos hundamos?!”
No sabemos si fue con mucha o con poca fe. Quizá querían su ayuda para sacar el agua de la barca o que compartiera el mal momento con ellos, o quizá como le habían visto hacer milagros pensaron que podría hacer uno.
Entonces Jesús “se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago ¡silencio, cállate!”
El resultado fue instantáneo:
“El viento cesó y vino una gran calma”.
Jesús les dijo: “¿por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”
Seguramente que Jesús, pensando que los suyos habían visto tantos milagros, podían tener fe en que los libraría del peligro.
Sin embargo, la reacción fue totalmente distinta porque Marcos, el de los detalles pintorescos, dice que se decían unos a otros: “¿pero quién es éste? Hasta el viento y las aguas le obedecen”.
Con la Iglesia de Jesús sucede lo mismo. Mientras hay personas de fe profunda que saben que Jesús siempre está en la barca de la Iglesia, hay otros que dudan de la Iglesia, de la barca y de Jesús. Pienso que nuestra respuesta personal al recordar este milagro de la vida de Jesús debería ser un firme acto de fe en Él y en la Palabra que dio a la Iglesia, prometiendo que Él la acompañará hasta el fin del mundo.
Si tenemos fe (y la Iglesia nos invita a renovarla una vez más con el salmo responsorial) le diremos al Señor, en medio de las dificultades: “Dad gracias al Señor porque es eterna su misericordia”.
El libro de Job, por su parte, de una manera altamente poética, nos habla de cómo Dios es el dueño del mar, Él lo creó y le puso sus límites, como único Señor.
Cuando la liturgia nos presenta hoy este párrafo es sin duda para que recordemos que Jesús, por ser Dios, manifestó en esos momentos su dominio sobre el mar.
Por su parte, San Pablo, nos habla del tiempo en que no conocía a Cristo por la fe sino según la carne, por lo cual lo persiguió en su Iglesia. En cambio, al conocerlo por la fe, se considera criatura nueva y de la misma manera ve a todos los que se encuentran con Cristo.
Descubierto Jesús es preciso vivir para Él y no para sí mismo. Jesús nos toma el corazón y su amor nos impulsa, “nos apremia” a evangelizar como agradecimiento porque dio la vida por nosotros para salvarnos. Terminemos pensando que también cada uno de nosotros debemos ser una criatura nueva. Dejemos atrás nuestros errores y pecados y entreguémonos del todo a Jesús. “Lo antiguo ha pasado lo nuevo ha comenzado”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo
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