Misioneros en el mundo: Edificar sobre lo que ya existe
Jesús, el enviado de Dios, en su predicación decía un día a los judíos: “Yo no he venido a destruir sino a perfeccionar”. Y es aquí precisamente donde encontramos nuestro apoyo y fundamento para definir y canonizar, el siguiente principio misionero: “Formar al individuo teniendo en cuenta su naturaleza su carácter, su ambiente, y construir el edificio después de comprobar la naturaleza del terreno donde se piensa asentar los fundamentos”. Estas palabras: “No penséis que yo he venido a abolir”, no han sido desmentidas. Cuando Jesús quiere formar a aquellos hombres que iban a ser los propagadores de su doctrina, no concibe un único tipo ideal de apóstol conforme al cual debía de modelar después de Santiago, a Juan o a Pedro; sino que toma a cada uno tal cual es, y según este modo de ser, los forma apóstoles. Así, por ejemplo, Pedro es de un temperamento vehemente y espontáneo. Santiago y Juan son designados con el nombre de “Hijos del trueno”, significando con ello la fuerte violencia de su carácter. Lejos de asustarse ante el trabajo, Jesús aprovechará toda ocasión para redondear sus asperezas y ratificar los desvíos de carácter que encuentra en sus hechos y hazañas. Su labor se asemeja a la de aquel que quiere usar de un arroz lleno de salvado y arenilla, que es necesario tamizarlo para dejarle limpio de impurezas.
Más tarde, a lo largo de sus correrías apostólicas, los mismos Apóstoles se sentirán, si se puede hablar así, discípulos de Cristo hasta en este mismo principio. Método eficaz. Sin duda, la gracia está allí, fuerte, poderosa –y la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona-. Pero después de tantas expediciones misioneras a través de las ciudades griegas, romanas y de otras partes del mundo, los apóstoles comprueban un hecho: su insuficiencia numérica para poder difundir la palabra de Dios hasta los extremos de la tierra, e incluso para mantener en el recto camino a aquellos que acaban de convertirse a la fe. ¿Qué hacer? Formar otros obreros para el campo del Señor de la mies. Es entonces cuando comprenden el verdadero sentido de las palabras del Señor: “la mies es mucha y pocos los obreros”. San Pablo convertido por Cristo, en el camino de Damasco, tuvo que formar a Timoteo y a Tito. Policarpo es discípulo de San Juan. Ireneo, discípulo de Policarpo, trata de imitar el ejemplo de sus predecesores; de ello es testigo la floreciente Iglesia de Lyon. De esta manera aumentan los buenos operarios de la viña del Señor. Pero la labor continúa: escoger de la población evangelizada otros colaboradores y sucesores, forjar otros mensajeros de la nueva Ley; he aquí en síntesis la fórmula de los primeros apóstoles y misioneros de Cristo.
Imitar su ejemplo será el medio más seguro de hacer germinar un clero indígena en todas aquellas partes donde penetre la Iglesia de Dios. Pero es necesario admitir que los apóstoles no despreciaron “a priori” todas las disposiciones naturales de aquellos que elevaban a la categoría de diáconos u obispos. Su anhelo era precisamente establecer el cristianismo sobre aquello que ya existía. La catequesis de San Pablo nos sirve de testimonio. A los corintios aficionados a las carreras de los estadios, el apóstol no gritaba: ¡no queráis tener nada con ellos! Sino que, más bien, en lugar de vociferar contra los abusos del estadio, toma la actitud de quien lo aprueba. Escuchémosle: “todos corren, pero uno solo consigue el premio. Corred de tal manera que lo podáis conseguir”; y añade: “aquellos corren para conseguir una corona corruptible, pero nosotros para conseguir una corona imperecedera”. De esta manera, hablando, a los corintios de sus juegos favoritos, el apóstol les inculca una verdad nueva: saber suspirar, saber correr detrás de una corona que jamás perecerá, es decir, de la vida eterna.
La formación dada por Jesús a los apóstoles lo mismo que la catequesis de estos, y particularmente la de San Pablo, antes de apoyarse sobre lo eterno, reposa sobre este principio primero: edificar sobre lo que ya existe. Único medio de enseñar a los hombres que existe algo de espiritual en lo temporal, y que partiendo de esto temporal se puede conseguir lo eterno. La realización de este principio supone evidentemente el conocimiento de aquel hombre para quien queremos este bien, o al menos la inquietud por adquirir este conocimiento: solo así podemos abrazar y santificar todo lo que hay en él de verdaderamente humano.
La Iglesia seguirá, bajo una u otra forma, este principio de la pedagogía de un Dios hecho hombre: perfeccionar lo que ya existe. Su santidad Pio XII decía: “Ha sido norma sapientísima seguida constantemente desde el principio de la Iglesia que el Evangelio no tiene por qué destruir lo que hubiere de bueno, de honesto y de bello en la índole y las costumbres de los distintos pueblos que lo han abrazado”. Su norma es ésta: perfeccionar.
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