Hace poco un amigo sacerdote me pidió orar por él, suele suceder que es al contrario, somos nosotros quienes les pedimos una oración o una bendición. Surge una pregunta: ¿qué tanto oramos por nuestros pastores? ¿Si ellos oran por nosotros, quiénes oran por ellos? Las escrituras nos dicen una gran verdad: Heriré al pastor y se dispersaran las ovejas Zc 13,7. Cuántas veces hemos oído de sacerdotes que han caído en la tentación de la carne y han decepcionado a su feligresía, cuántos hermanos que tenían su fe puesta en el padre de la parroquia han dejado de asistir a ella. Nosotros tenemos gran responsabilidad cuando suceden estas cosas porque es nuestro deber orar, cuidar y velar por nuestros sacerdotes.

San Pablo en su epístola a Timoteo dice: “Así que recomiendo, ante todo, que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos, especialmente por los gobernantes y por todas las autoridades, para que tengamos paz y tranquilidad, y llevemos una vida piadosa y digna”. 1Tim 2, 1-2. El apóstol no se equivoca al hacer esta petición. Un sacerdote es una persona como tú o como yo, tiene problemas, enfermedades, necesidades, preguntas, dudas y muchas veces está solo, se cansa, tiene miedo, se  estresa, le faltan las fuerzas y está pedido por el demonio para hacerlo caer y por el caerá toda la feligresía. 

Orar por nuestros sacerdotes debe ser un hábito diario en la vida del cristiano, y de ahí debe movernos a la acción, hacerle una visita social, interesarnos por su salud, por su bienestar, hacerlos sentir que no están solos, que cuentan con nuestro apoyo, que nos interesa sus necesidades y si está en nuestra manos poderlas cubrir. Son tantas las cosas que se puede hacer, tantos detalles que podemos tener y así demostrar lo que Jesús pedía “ama a tu prójimo como a ti mismo” y qué más próximo que tú párroco.

Seguir a Cristo exige sacrificios, renuncias, radicalidad, conflictos. Es un ideal muy elevado y que el hombre por sí solo no podría mantenerse firme en este propósito, tanto así que amar más a la familia que a Dios no nos hace digno de ser sus discípulos. Ante tanta radicalidad Cristo promete una recompensa celestial, y no solo para sus  apóstoles sino también para quienes los ayuden. «Y todo aquel que dé de beber tan solo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa.» Mt 10,42. Si quieres un pedacito del cielo: ora, ayuda, reconforta, consuela al sacerdote de tu diócesis o parroquia.

Por José Andrés Alvarado