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La iniciativa, tan querida por Francisco, de tener en el seno de la Iglesia un año dedicado a la Misericordia Divina ha prácticamente concluido. El domingo 20 de noviembre, fiesta litúrgica de Cristo Rey termina este tiempo, en el cual el sucesor de Pedro invitaba a todos los fieles a vivir de un modo más hondo el misterio de la Misericordia de Dios. Primero en carne propia, es decir, sabiéndonos necesitados de la Misericordia divina: la Iglesia en su conjunto y cada miembro de ella en particular. En segundo lugar, una vez que uno se sabe deudor de esa Misericordia, debe practicarla con el prójimo. A lo largo de este año se ha intensificado la práctica de las obras de  misericordia, y se ha tomado conciencia que hacerlo es uno de los modos más eximios de vivir la fe.

Es muy oportuno concluir el Año de la Misericordia durante la fiesta de Cristo Rey. No sólo por significar el fin del año litúrgico (el año en que la Iglesia celebra el misterio de nuestra redención, diverso del año solar o civil, que culmina el 31 de diciembre), sino por lo que esto simboliza: el final de los tiempos, cuando sea efectivo el reinado de Cristo sobre todas las cosas, por lo menos desde la esperanzada perspectiva de la fe. El Reino de Cristo tiene carácter “escatológico”, es decir, propio del final de los tiempos, una realidad que ya está presente en ciernes, pero que esperamos su manifestación plena en el futuro. En ese “reino” la ley será “el precepto del amor” y particularmente la misericordia. Resulta oportuno finalizar celebrando a Cristo Rey porque su Reino, como dice el Señor en el evangelio, está dentro de nosotros. Cristo debe reinar primero en el corazón de los fieles. Señal efectiva de ese reinado es que ellos tienen, como Jesús, entrañas de misericordia. Estas “entrañas” no se improvisan, suponen una progresiva transformación, un esfuerzo continuado por despojarse del egoísmo para revestirse del amor generoso, manifestado en la graciosa entrega de sí a los demás. Durante el año hemos tenido la oportunidad de ejercitarnos en estas obras, de redescubrir el gusto y la alegría de la entrega; si hemos hecho esta experiencia, ya no la abandonaremos, pues descubrimos que al dar, los más favorecidos, felices y alegres somos nosotros mismos.

Bajo esta perspectiva, el final del Año de la Misericordia más bien constituye un buen preludio. En efecto, la caridad no debe dejar de ejercerse nunca, y el Papa ha tenido la visión de recordar lo evidente: que ser cristiano no es un título, un pergamino o un documento para colocar en un lugar vistoso, sino un modo de vivir. Durante el año de la Misericordia nos hemos entrenado, hemos redescubierto esta práctica característica de la fe desde sus inicios, como pueden atestiguar, por ejemplo, “Los Hechos de los Apóstoles”, el libro de la Biblia que narra los inicios de la Iglesia de su andar histórico. Celebrar la Misericordia no significa otra cosa que volver a los orígenes y al hacerlo, ser fiel a la propia identidad. Mantener la identidad no es cosa de un año, sino de siempre; el año nos sirve para encauzarnos, demostrarnos que somos capaces, redescubrir los modos de vivir la misericordia y la alegría de hacerlo. Francisco, con este tipo de iniciativas toma el pulso a la Iglesia, le marca un ritmo que ayuda a mantener la salud espiritual del pueblo de Dios, la conciencia de formar parte de una familia inmensa que nos precede, la necesidad de desempolvar los resortes espirituales de la existencia.

El Año de la Misericordia ha contribuido grandemente a desarrollar una vivencia eclesial plena. Por un lado en su vertiente sobrenatural, claramente representada por “la Puerta Santa” y las indulgencias concedidas a lo largo del año. En efecto, estas prácticas ponen a los fieles delante del fin fundamental de la Iglesia: la salvación de las almas. Una muestra elocuente al respecto es la recomendación de practicar asiduamente el sacramento de la confesión, como lugar privilegiado para experimentar la Misericordia divina. Pero ello va unido a la autenticidad de esta conversión, de esta vida sobrenatural. ¿Cómo se plasma este cambio interior obtenido por la gracia divina en la vida corriente? La vertiente natural de este Año la han constituido las obras de misericordia, la cuales sirven como propedéutica para la conversión, o como manifestación concreta de que la salvación está viva y operante en el alma de los fieles. Las cosas buenas que hagamos por los demás son el sello que autentifica la gracia recibida en las indulgencias.

Padre Mario Arroyo

Doctor en Filosofía