Cuarenta días después del Nacimiento del Señor, fue presentado en el Templo en obediencia a la Ley. Según ella, no había fecha para la presentación del niño, pero como la madre quedaba impura durante cuarenta días, y ni podía tocar nada santo ni acudir al santuario (Lv 12,2), durante ese tiempo no podía presentar al Niño en el Templo, como ordena el Exodo, 13,12: “consagrarás a Dios todos los primogénitos”. Con esta fiesta se concluyen las solemnidades de la Encarnación del Verbo de Dios.
Una casita en Belén

La Sagrada Familia, salió de la Cueva y se situó en una casita en Belén, donde ha cumplido el rito de la Circuncisión, que incorpora al Niño al pueblo elegido. Sabemos por la circuncisión de Juan y por la historia comparada de estos acontecimientos, que éste es un momento de reunión de todos los parientes y amigos, pero la Familia Sagrada no está en su tierra y esta vez no intervienen los ángeles para anunciar la ceremonia, y se ven solos. La soledad es el precio que tienen que pagar las grandes personalidades, la que tienen que soportar todos aquellos que se salen de lo normal y ordinario.

En los momentos más trascendentales de la vida, es cuando más necesita el hombre, ser social, la compañía y el calor de los suyos. Lo he sentido esto mucho en la solemnidad de mis Bodas de Plata sacerdotales, lejos de mi patria y del calor de la presencia de los míos. En la circuncisión, Jesús, niño de ocho días (Lv 12,8), no siente que está solo, qquienes lo sienten son José y María.

Jesús saboreará la soledad amargamente ya adulto, tantas veces, pero de una manera singular y tremenda, la víspera de su sacrificio, en el Huerto, rodeado de amigos dormidos. Soledad que, contemplada, confortará a los elegidos de todos los tiempos.

Pero en el templo no fue igual

No ocurrió lo mismo en su Presentación en el Templo. Impulsados por el Espíritu dos santos ancianos, Ana y Simeón, llegaron al Templo, e iluminados por el mismo Espíritu, les dio un vuelco el corazón por el que reconocieron al Señor y lo proclamaron clamoroso. Eran dos ancianos venerables, eran los más genuinos representantes del pueblo de Israel, a la vez que representantes de toda la humanidad. El Espíritu no duerme. El Espíritu les despertó. Lo habían esperado tanto.

Dios cumple, siempre cumple sus promesas. No dudemos nunca, no desfallezcamos nunca. Llegará, no fallarán sus promesas. A su tiempo que no conocemos, que sólo él conoce. El Espíritu despertó a aquellas personas amadas de Dios, para que salieran a recibir públicamente al Salvador del pueblo.

Hombre y mujer. Un Reino nuevo

Para representar a Israel, bastaba un hombre. Para representar a la humanidad hacía falta también una mujer, porque cuando Dios hizo al hombre lo hizo hombre y mujer (Gn 1, 27). Ni en el nacimiento del Hijo de Dios estuvo el rey Herodes, en cuyo territorio se encontraba, ni en su Presentación, oficiada por el sacerdote de turno, hicieron acto de presencia ni el Sumo Sacerdote ni el Sanedrín. Comenzaba un Nuevo Reino. Comenzaba a regir una ley nueva.

Según él y ella la preeminencia no la tienen los poderes terrenales, sino las personas en las que habita el Espíritu. Profetiza Simeón, y pregona al Niño Ana. Un hombre y una mujer presentan a Israel al Verbo encarnado. Dos almas interiores y profundas hacen la presentación de Jesús a los judíos reunidos en el Templo para participar en la ofrenda del sacrificio matutino.

Siempre habrá en la Iglesia almas interiores y profundas en su solidez, amigas íntimas de Dios, que le recibirán, le reconocerán, le pregonarán y cantarán sus maravillas. José hace la la ofrenda correspondiente de cinco siclos, precio del rescate del primogénito que abona el padre (Nm 18,16). A la vez que dos tórtolas o pichones, como pobres, por la purificación de la madre (Lv 12,18).

Ese pueblo interior sale hoy

El pueblo cristiano sale hoy al encuentro del Señor con candelas encendidas, que con rito festivo y alegre simbolizan a Cristo, Luz de las gentes, lo que caracteriza esta fiesta como “la Candelaria”, o de la Purificación, porque María acudió también al Templo a purificarse, en cumplimiento de la Ley, como lo hemos explicado. Pues Jesús no ha venido a quebrantar la Ley, sino a perfeccionarla.

El Señor a quien buscáis

Malaquías 3,1 proyecta su luz sobre la entrada del Señor en el Templo: “De pronto entrará en el Santuario el Señor a quien vosotros buscáis”. Jesús está dando cumplimiento a esa predicción del profeta. Buscar a Dios es la tarea trascendente del hombre, pero el hombre no le buscaría si no lo hubiera ya encontrado, pues si el hombre busca a Dios, Dios busca mucho más y antes al hombre, escribió San Juan de la Cruz, tan gran buscador y buscado a la vez. Y sublimemente encontrado.

“¿Quién es ese Rey de la gloria? Es el Señor, héroe valeroso, el Dios de los ejércitos, el Rey de la Gloria” Sal 23. No es un embajador el que entra, ni un representante suyo, ni un profeta, como tantas veces ha sido enviado, ni siquiera es un ángel, es el mismo Dios que viene en persona.

El misterio escondido por los siglos

Pero, ahí está el misterio, de Dios, que ha querido participar nuestra misma carne, como miembro de la misma familia humana, para poder morir y muriendo, aniquilar el poder de la muerte, y no sólo a la muerte desde su entraña, sufriendo él mismo la muerte para vencerla en su mismo dominio, sino al que tenía el poder de la muerte, el diablo.

Porque tenía que parecerse en todo a sus hermanos, en la carne y en la muerte, para poder compadececerse de nuestra debilidad y de nuestra esclavitud y para expiar los pecados del pueblo, como atestigua la Carta a los Hebreos 2,14.

Él puede compadecernos porque ha padecido. ¡Qué sabe el que no ha padecido! -dirá quien tanto padeció como San Juan de la Cruz, porque el padecimiento para él era el camino del descubrimiento de las grandes riquezas. “Si supiera, hermana, los gozos deliciosos con que Dios recompensaba los sufrimientos de aquella cárcel”, confesaba hablando de su calabozo de Toledo. Y cantará en la Llama: ¡”Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado!, / que a vida eterna sabe / y toda deuda paga…

Utopía estéril

“¿Quién podrá resistir el día de su venida? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca?”. “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?” (Sal 8,5). Ante Dios toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo. Humildad, pues, porque todos somos pecadores. Ante Él no cabe la soberbia, sino el más profundo abatimiento, lleno de confianza.

Purifícanos, Señor, de nuestros pecados. Porque sólo tú eres santo. “Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero”. Purificará con su sangre derramada en la cruz, que manará en el bautismo, y en el sacramento del perdón. Con sus sacramentos purificará a su pueblo. Con su cruz, con sus pruebas y tribulaciones, expiará los pecados del pueblo. Querer salvar a la humanidad por otro camino y por otros cauces, es una utopía que siempre fracasará.

“Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. En él está la salvación, la gloria, la resurrección. El nos ha salvado y libertado” (Gal 6,14).

La renovación que se espera

Ha dicho recientemente el papa que el demonio está frenético porque está librando la última batalla, como que el Reino de dios está cerca. Para eso “Refinará a los hijos de Leví”.

El sacerdocio levítico, que estaba envejecido, será renovado, recreado, como prolongación de su sacerdocio eterno que ofrecerá la ofrenda única que puede borrar los pecados. Esta ofrenda agradará al Señor. Porque ya no serán sacrificados los animales, sino el mismo Cristo. Como él ofreció su propia vida, debemos nosotros ofrecer la nuestra. Como ejercido por hombres, también el sacerdocio cristiano puede envejecer, y será necesario renovarlo y purificarlo, sobre todo desde la interioridad.

El culto espiritual

El Concilio Vaticano II ha revalorizado la teología del culto espiritual de los cristianos, pues el sacrificio que agrada a Dios es el hombre, como hostia viva a Dios ofrecida, como nos exhorta San Pablo: “Os ruego, hermanos, que ofrezcáis vuestros cuerpos, como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; éste es el culto que debéis ofrecer” (Rm 12,1).

Debemos estar atentos con amor, para ofrecer a Dios desde el amanecer hasta la noche, nuestros pensamientos, afectos, deseos, planes, fracasos, alegrías, enfermedades, llanto y tristeza, y todas las virtudes que la vida nos va proporcionando la oportunidad de practicar, y todas las batallas que debemos sostener, para unirlos al sacrificio de Cristo renovado en el altar. Esa es la ofrenda que le agrada al Padre, que busca adoradores en espíritu y en verdad.

La llegada al templo

Viene Jesús en brazos de María,
Mira, bosteza y continúa durmiendo;
Su padre José le mira sonriendo.
Según la Ley, a los cuarenta días.
El sacerdote ofrece la Víctima
Ignorando lo que está sucediendo
María sabe que ya está redimiendo
En gesto de amor y eucaristía.
Los infiernos se comienzan a inquietar
Sintiendo que su mentira va a finalizar.
Simeón el justo va a profetizar:
División, espada, luz y tinieblas.
¿Quién militará en cada bandera?
El Reino de Cristo ya va a comenzar.
Dios cumple sus promesas

Simeón, sobrenadando en gozo, le dice al Señor: Señor, has cumplido tu palabra. Me prometiste que vería antes de morir al Salvador. “Ya puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto, al Salvador”. Lc 2,22. ¡Cuántos anhelos y esperanzas y oración revelan estas palabras! De Simeón y de todo Israel, a quien él representa.

La historia del pueblo de Israel no ha sido ni inútil ni estéril: sus ojos han visto al Salvador, y sabe que ha llegado ya el triunfo de la vida, porque el Niño Jesús irá creciendo y llegará la hora de su inmolación, con la que redimirá a todos los pueblos, y no sólo a Israel. “Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida. Y a tí una espada te atravesará el alma”. Cuando a un hombre le ocurre una desgracia, todos procuran que no se entere su madre.

María ha sido la excepción. Así debía ser para que fuera corredentora. Ella es el signo de la Iglesia portadora de la gracia del Redentor y, consiguientemente, queda convertida, como Él, en señal de contradicción. Los cinco ciclos ofrecidos por el padre, son un sacrificio sustitutorio, hasta que llegue la hora del sacrificio del Calvario, en el que ya no habrá sustitución.

Será entonces Cristo el sacrificado, no sustituído ya, sino sustituyéndonos a todos sus hermanos, acompañado por el sufrimiento y el dolor de María con el corazón traspasado, simbolizados hoy por los pichones sacrificados y quemados en holocausto.“Sin derramamiento de sangre no hay redención” (Hb 9,22).

Las almas profundas

Simeón y Ana personifican, con su vida y con los ministerios que realizaban, a la sociedad judía que esperaba la redención y liberación del pueblo. Ellos son el ejemplo más vivo del Israel que esperó hasta el último momento la intervención de Dios en esta historia humana para hacerla más vivible, más justa, más equilibrada.

La ancianidad de Simeón y de Ana son un símbolo de que la esperanza es una larga travesía, a la vez que testimonio de la vejez en la que ha caído el pueblo de Israel en sus estructuras y en sus prácticas, en su religión y en su ley. Todo el modelo social y religioso judío necesitaba ser diseñado de forma diferente y por eso para los dos personajes de este relato evangélico -hombre y mujer- para estos dos ancianos, era necesario que alguien llegara a instaurar un tiempo nuevo y definitivo. Alguien que llegara a inaugurar el tiempo de Dios.

El encuentro con Jesús

Ver a Jesús, encontrarse con él, tener contacto con su persona, con su palabra y con su obra nos debe llevar a actuar como Simeón. Encontrarnos con Jesús debe hacer de nosotros hombres y mujeres capacitados para proclamar con la palabra y, sobre todo, con nuestra acción, el tiempo de Dios que Jesús nos ha regalado.

La Iglesia está llamada a dar testimonio por el tiempo de Dios. Tenemos que hacer posible que ese tiempo llegue a nuestro pueblo con todas sus consecuencias. Tenemos que comprometernos con este tiempo nuevo y hacer posible, vivible y creíble en medio de nuestras comunidades el amor de Dios regalado en plenitud a través de la encarnación de Jesús en nuestra historia humana.

Nuevos foros

Por eso el Papa nos convoca ahora a servirnos de Internet, pues la historia de la evangelización no es sólo una cuestión de expansión geográfica, ya que la Iglesia también ha tenido que cruzar muchos umbrales culturales, cada uno de los cuales ha exigido nuevas energías e imaginación para proclamar el Evangelio.

La era de los grandes descubrimientos, el Renacimiento y la invención de la imprenta, la Revolución industrial y el nacimiento del mundo moderno fueron también momentos críticos, que exigieron nuevas formas de evangelización.

Internet

Internet es un nuevo «foro», entendido en el antiguo sentido romano de lugar público donde se trataba de política y negocios, se cumplían los deberes religiosos, se desarrollaba gran parte de la vida social de la ciudad, y se manifestaba lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. Era un lugar de la ciudad muy concurrido y animado, que no sólo reflejaba la cultura del ambiente, sino que también creaba una cultura propia.

Esto mismo sucede con el ciberespacio, que es una llamada a la gran aventura de usar su potencial para proclamar el mensaje evangélico. Este desafío está en el centro de lo que significa, al comienzo del milenio, seguir el mandato del Señor de «remar mar adentro»: «Duc in altum» (Lc 5, 4). Internet produce un número incalculable de imágenes que aparecen en millones de pantallas de ordenadores en todo el planeta.

En esta galaxia de imágenes y sonidos, ¿aparecerá el rostro de Cristo y se oirá su voz? Porque sólo cuando se vea su rostro y se oiga su voz el mundo conocerá la buena nueva de nuestra redención. Esto es lo que convertirá Internet en un espacio auténticamente humano, puesto que si no hay lugar para Cristo, tampoco hay lugar para el hombre.

Por tanto, quiero exhortar a toda la Iglesia a cruzar intrépidamente este nuevo umbral, para entrar en lo más profundo de la red, de modo que ahora, como en el pasado, el gran compromiso del Evangelio y la cultura muestre al mundo «la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Co 4, 6). Que el Señor bendiga a todos lo que trabajan con este propósito, ha dicho Juan Pablo II.