La experiencia que narra con detalle Sor María Carmen Rodríguez, monja del Monasterio de las Dominicas de Lerma (España) testimonia que lo extraordinario también puede manifestarse en hechos cotidianos, simples, pero siempre vinculados a una experiencia transformadora del alma que impulsa a dar testimonio del amor de Dios…

Los hechos transcurrieron, dice Sor María Carmen, una mañana del día 3 de noviembre de 1994, en la huerta del Monasterio de las Dominicas de Lerma (España) que es bastante grande. Más en específico en el pequeño palomar situado en el centro de la huerta. Edificación antigua que es como una casita, donde estaba apoyada una escalera rústica y casera que permitía subir al primer piso de tablas, del mismo estilo, con una barandilla alrededor, apenas unos palos enlazados.

“Era media mañana de la fiesta de San Martín de Porres -cuenta la monja dominica-… Yo salí a la huerta a coger algunas verduras y vi cómo entraban palomas en el palomar, lo cual me llamó mucho la atención y pensé: ¿Habrá pichones? Dicho y hecho; me fui al palomar, subí la escalera y empecé a dar la vuelta para mirar los nidos, al llegar a un tramo, me apoyé sobre la barandilla y se partió el palo por la mitad, yo al ver que me caía me agarré a una escalera de mano que estaba apoyada en la pared, pero se me venía encima, la solté, y entonces perdí el equilibrio y me quedé colgando hacia abajo todo el cuerpo, con un pie enganchado en un agujero de las tablas.

En esos momentos pensé que no tenía salvación, pues nadie en la comunidad sospechaba que estuviera en el palomar, por tanto, no podían venir en mi ayuda.

Al verme así, empecé a gritar a Dios, a la Virgen, y de repente me acordé que era el día de la fiesta de San Martín de Porres, comencé a gritarle:¡¡San Martín, amigo mío, por favor “échame la escoba”, ayúdame!!

¿Creéis en los milagros?…Pues escuchad. De repente sentí algo en mi mano, una cosa como inmaterial, ¿la escoba de San Martín?… alguien que sin ningún esfuerzo me incorporó hacia arriba, una fuerza suave e invisible, que aún me dan escalofríos al escribirlo. Sentí una presencia muy viva en la estancia. ¿Qué había pasado? estaba de pie sin saber cómo, ante mi sorpresa, caí de rodillas, dando gracias a Dios, a la Virgen y a San Martín.

Allí abajo, otra vez me puse de rodillas, sólo podía repetir: gracias, gracias. No recuerdo el tiempo que estuve allí en acción de gracias.

Cuando salí del palomar me fui al Sagrario a contárselo al Señor, dador de todo bien, Padre bueno y misericordioso. ¡Dios mío, que emocionada estaba!

Al irse enfriando el pie, no podía andar, pues lo tenía todo morado, al salir de la capilla me encontré a la M. Priora. Debía de tener una cara especial, pues, al verme, me preguntó si me pasaba algo. Le dije: “Acabo de nacer”, San Martín de Porres ha hecho un milagro conmigo, y le conté todo lo que estaba viviendo.

Me auxilió, curándome el pie, que estaba bastante dañado y se puso muy morado.

Cuando llegué al recreo se lo conté a las monjas, casi no me creían, pues tengo buen humor y gasto muchas bromas, con lo cual me costó que dieran crédito a lo que les contaba (aunque lo hacían para probarme). Me tomaban el pelo, diciendo que si se me quitaba lo morado del pie me creerían. Yo se lo pedí al Santo, pues ya que había hecho lo mucho podía hacer también lo poco.

Para que no dudemos de la eficacia del Santo, al día siguiente me levanté con el pie normal, como si nada hubiera pasado. Y es que San Martín es muy fino y delicado para hacer las cosas, viene siempre como de puntillas, como que no hace nada, sin ruido, en silencio. Como ya sabemos en todos los milagros que hacía, él sabía que eran cosas de Dios, y nada se atribuía a sí mismo, así son los santos, de los cuales tenemos que aprender, a dar siempre gracias a Dios, que nos da gratuitamente todo. Seamos recipientes vacíos para que el Señor las llene del vino bueno de su misericordia.

Bueno, pues a los ocho meses de este suceso, el pie no quería andar, y fui a la consulta del traumatólogo. Al preguntarme que qué me había pasado, yo le conté la historia del “milagro de San Martín”, cómo me había salvado la vida, se emocionó de tal manera que me lo hizo repetir. Este médico nos ha tomado mucho cariño a toda la comunidad, y por supuesto a mí me quiere un montón, me llama “la monja de San Martín”.

Yo me siento muy orgullosa de mi hermano dominico mulato, que es mi gran amigo y compañero, a quien invoco todos los días, le llamo, le hablo, le cuento, y cada día me regala los “pequeños” “grandes” milagros de la vida cotidiana, pues cada acontecer del día a día son los pequeños milagros que van tejiendo la trama de nuestra historia, personal y comunitaria.

No sé si habré trasmitido algo de esta vivencia tan fuerte y profunda que yo experimenté aquel día, sólo puedo deciros que hubo un cambio en mi vida interior, un antes y un después… He vivido y palpado a lo largo de los días cómo se han solucionado cosas difíciles, por intercesión de San Martín, mi buen amigo, y por ello os invito a que probéis fortuna, pues él nunca falla.

¡Damos gracias a Dios por Jesucristo su Hijo, que da su gracia a los santos y a nosotros nos concede saborear, su dulzura compasión y misericordia!”. Fuente: Dominicas de Lerma / Perú Católico.